11 de marzo de 2009

El progreso

Lo escribí también para La Taberna del Puerto, y se lo pasé a mi amigo Bluewit para que lo presentara él por mí, puesto que yo llevaba ya tres nicks y me parecía un abuso. Como no quedó finalista, pues no pasó nada. Lo mío con los nicks es otra historia que a lo mejor algún día os cuento.

La isla a la que me refiero es La Perdiguera, en el Mar Menor, donde estuve los tres días que hice las prácticas de PER, y me dio mucha pena verla así. Creo que ahora, la licencia de los restaurantes tiene los días contados y se va a acometer un plan para su conservación. Me alegro.

EL PROGRESO

Recuerdo mi vida hace tan solo unos años y la nostalgia, a la vez que el desasosiego, invaden como ríos de lava cada rincón de mi cuerpo.
Alguien decidió mi nacimiento en soledad; no sé quién ni sé qué fuerza me empujó hasta donde ahora me encuentro.
¡Qué privilegio el mío!
Poseía todo lo necesario para subsistir: animales, plantas, agua, aire limpio, calor y sobre todo luz. Una luz limpia que cada mañana me regalaban los mil rayos de un sol cálido y complaciente.
Las olas jugaban en mi falda disputándose mi abrazo, y me divertía el cosquilleo en los pies de los cangrejos jugando al escondite, seguros bajo mi protección.
Mis pulmones se abrían cada mañana para recibir las bocanadas de aire puro perfumado con el aroma de los pinos, que al llegar a la playa se transformaba en un sugestivo olor a salitre, llenándome de energía a la vez que me proporcionaba una calma placentera.
¡Cómo ha cambiado todo!
Un día apareció un barco con dos personas a bordo que dieron y dieron vueltas a mi alrededor. Al marcharse, el ruido del motor asustó a mis aves que huyeron velozmente y percibí en el aire un olor desagradable desconocido por mí hasta entonces, pero que luego se haría cotidiano.
Volvieron, pero esta vez eran más personas las que lo ocupaban. Fondearon y en una barca auxiliar se dirigieron a una de mis playas desembarcando allí.
A pie, recorrieron extasiados mi superficie y se asombraron de mi estado de conservación, algo que me extrañó. ¿Acaso podría ser de otra manera?
Pasaron unos meses y al llegar la primavera me sentía inundada de vida y de belleza; seguía tranquila y apacible hasta que el revoloteo de las aves me alertó de que algo anormal estaba pasando: unas grúas comenzaron a desembarcar unas máquinas que con un ruido infernal y en escaso tiempo, rompían las rocas que la naturaleza había tardado tantos años en formar; no podía creer lo que veían mis ojos. ¿Aquella gente estaba loca? ¿Podían venir sin más a profanarme de esa forma?
Poco a poco mi fisonomía fue haciéndose irreconocible incluso para mí, porque transformaron mis playas a su antojo, construyeron unas edificaciones horrorosas, talaron parte de mis árboles y el ruido se adueñó de toda la isla.
Cortaron troncos con los que hicieron desde la tierra hasta bien entrada la mar, un camino que les llevaba hasta los barcos y les facilitaba el acceso a ellos, pero que estropeó el paisaje que desde ese punto se contemplaba, al tiempo que colocaban por mi superficie enormes carteles publicitarios. ¿Con qué derecho me estaban invadiendo?
Comenzó a venir gente que divertida se bañaba en mis aguas, dejándolas luego impregnadas de aceites con olores diversos y los niños se entretenían en cazar los cangrejos que confiados se asomaban por entre las pequeñas rocas. Me sentía impotente al verles prisioneros en los cubos de plástico sabiendo su triste final, y lo peor de todo, la inutilidad de su muerte.
Al llegar el mediodía, el aroma de las plantas que antes llegaba a todos mis rincones, se iba transformando en desagradables olores de frituras y de aceites requemados, que acababan por inundar todo mi entorno.
No entiendo al ser humano.
Miles de personas se acercan a mí cada año, pero no a conocerme o admirar mis paisajes que no hace mucho eran envidiables; vienen a dar una vuelta con el barco, fondean y se bañan en mis aguas y encuentran su mayor placer en comerse una paella bajo la sombrilla de un restaurante.
Cuando los barcos se marchan mi aspecto es desolador: las bolsas de basura se acumulan y los desperdicios y las latas forman parte de mi nuevo paisaje. Los propietarios de los bares recogen lo que pueden, pero no lo hacen por mantenerme limpia sino por su negocio, porque han hecho de mí su medio de vida.
Los pequeños animales que crecían en la costa a mi amparo, ya no se acercan y las olas no rompen sobre mí con la misma alegría porque tienen que ir sorteando las barreras que la mal llamada civilización les ha puesto.
Muchas aves, que en su día eligieron vivir conmigo, hoy se han marchado en busca de otra isla más tranquila, o lo que es lo mismo, alguna en la que el hombre no haya hecho todavía su aparición.
¿Y qué decir de los árboles? Muchos fueron talados sin piedad y otros son mutilados cada día por desaprensivos que en sus paseos, de forma distraída arrancan sus ramas y sus hojas.
Y esa luz clara, que antes era mi orgullo, se ve ahora empañada por el humo procedente de los hornos y las barbacoas.
Ya no soy ni la sombra de la que fui.
Parece ser que éste es el destino que el progreso nos tiene reservado. Oigo que en otras islas está pasando lo mismo y me pregunto si el ser humano sabe a dónde puede conducirle esta forma de actuar.
Primero fue la naturaleza y luego el hombre. La naturaleza podría prescindir de él, pero él sin ella no podrá durar muchos años.