16 de noviembre de 2013

Limpio mi casita



Nos solemos quejar de que tenemos poco tiempo para hacer las cosas de la casa, pero sin embargo hay veces en las que aceleramos las revoluciones sin apenas darnos cuenta, y que yo conozca por propia experiencia, hay dos. Una de ellas ya no está en mis manos por razones biológicas, y la otra, pues es que me da pereza, para qué lo vamos a negar. Eso sí, esto solo vale para mujeres. Los hombres que se busquen otras cosas.
Vamos por la primera.
Cada día que miramos el polvillo acumulado en los muebles, la grasa de la cocina o los goterones de la ducha, no sabemos si ponernos a servir o buscar criada. Se debate una entre la obligación y las ganas de escaparse, para hacer bueno el dicho de que ojos que no ven, corazón que no siente.
Pero de pronto, un día nos levantamos con un halo especial, y nuestra actividad se multiplica sin grandes esfuerzos. ¡Qué gusto da limpiar los cristales! Y en cuanto acabe me pongo con la pistola de vapor hasta que arranque el cemento de los azulejos del baño. Con qué ansia cojo la escalera y armo un Santo Tomás, que era como le llamaba mi madre a la limpieza a fondo. Máscaras abajo y a darles con esmero cremita para que no se sequen. Y en cuanto acabe de rascar el suelo de la cocina, me arreglo los armarios de las habitaciones. Por la noche estamos cansadas, pero muy contentas y, nos acostamos felices de ver cómo reluce nuestra casa por los cuatro costados. Hasta mañana.
- ¿Dónde vas tan pronto, cariño?
- Al baño, que me ha venido la regla.
Es que no falla. Si generalmente haces las cosas porque no tienes más narices, y de pronto un día arrasas el armario de la limpieza, es señal de que estás a punto de tener la menstruación.
La segunda tiene algunos puntos en común con la primera, pero es mucho más autónoma e imprevisible. Diría yo que más visceral porque, ¿qué mujer no ha discutido con su marido, la mayoría de las veces teniendo ella toda la razón del mundo? Y él, encima hace como si no se diera cuenta del tremendo daño psicológico que nos ha causado.
¡Lo que cunden las cosas cuando una está que trina!
Hala, estirón a la cama y estrellando contra el cabecero, sin doblar ni nada, su pijama. ¡Que se jorobe! Metemos los platos en el lavavajillas haciendo el mayor ruido posible, y a toda pastilla, y si nos cargamos algo, mejor que mejor, porque así tenemos excusa para soltar un taco en voz alta, a ver si se entera de que estamos enfadadas.
Nada, como si no oyera. Impasible.
Está leyendo en el salón sin darse por aludido, pero nosotras, con cualquier pretexto entramos, abrimos un cajón, lo cerramos a toda leche, limpiamos el mueble con el acelerón a tope y, cuando nos vamos, pegamos el portazo del siglo. ¡Para que se entere! ¿Que no se entera? Seguimos entrando y saliendo de las habitaciones, a portazo cada viaje: ¡Pam! ¡Pam! ¡Pam!
Pues me voy a poner a limpiar sus máscaras y las voy a maltratar. Esto ya en último extremo.
- Niña, ¿Te pasa algo?
- ¡¡¡¡¡¡NO!!!!!!
- ¿Seguro? No sé… te noto rara... –y mientras nos lo dice le miramos con un fuego arrasador en los ojos.
Qué agudeza la de los hombres. ¿De verdad me ha visto rara? ¡Por fin se ha dado cuenta! Pero fingimos comportarnos así, como si fuéramos bordes por naturaleza. La actitud de más me merezco no se nos va a quitar hasta que él, reconozca que nos ha ofendido, pero lo peor es que a lo mejor no se ha enterado.
En ese punto, volvemos con la fregona al salón:
- ¿Te importa levantar los pies, que voy a pasar el mocho por debajo?
- No, claro. ¿Te encuentras bien?
- ¡Pues no! ¡Tengo un cabreo del quince! ¿A ti te parece normal lo que has hecho? –todo esto mientras seguimos pasando la fregona, incidiendo en una mancha en el parqué.
Por fin se entera, o mejor, le detallamos lo que ha hecho mal, y hacemos finalmente las paces. Por la noche, mientras nos tomamos el café juntos, me doy cuenta de la cantidad de cosas que he hecho y lo requetelimpio que me ha quedado todo.
Pero ya digo: el primero ya no está a mi alcance, y el segundo es que me da pereza.
¡Anda, que no tienen polvo las máscaras!