8 de diciembre de 2014

El legado de Shenay (Cap. III)


Plaza Taksim


Capítulo III

 ¡Nos vamos!


Ya hace más de un mes desde que murió mi padre y definitivamente he abandonado mi etapa de detective, que dicho sea de paso, no me pegaba nada. No soy persona de meterme en líos y este se presentaba muy gordo. He hecho todo lo posible por encontrar una razón a la moneda, a la caja, a las palabras de mi madre, al comportamiento de mi padre…, pero finalmente me he rendido a la evidencia de que no hay nada detrás de todo este embrollo.

 Quizás tenga razón Ángela y todo sea fruto de la imaginación de algún fanático o de la sugestión de mamá; sin embargo, su actitud fue bastante extraña, aunque dada la situación tan difícil que está atravesando,  tampoco hay que tomar a pie juntillas lo que dijo sobre este tema. Estoy decidido a darle a Ángela la moneda para que haga con ella lo que quiera. O mejor, yo mismo la llevaré a un joyero para que la engarce en un colgante y se la regalaré la semana que viene, que es la fecha de nuestro aniversario. Al final, las mujeres siempre se salen con la suya.
Por fin llegó el día y procuré esmerarme. Ángela había sido para mí la salvación de la rutina en que se había convertido mi vida, que poco a poco ella fue llenando; se me hizo imprescindible su presencia, su olor, sus ganas de vivir, su sensatez mezclada de explosiva locura, su risa, su complicidad, su cuerpo, que era capaz de auparme a la luna cuando lo acariciaba. La abordé cuando iba de la cama a la ducha, pero haciéndome un quiebro me guiñó un ojo de forma pícara y se escabulló, dejándome con la sábana en la mano mientras ella corría desnuda hacia el baño.
La vi salir con el pelo recogido y una toalla que apenas la cubría. No lo pude evitar y toda mi maquinaria masculina se puso en marcha. Me miraba divertida con una mueca guasona y vino hacia mí soltándose lentamente el nudo de la toalla, dejando a la vista unos pechos perfectos.
—Sabes que me vuelves loco, Madame Pompadour.
—¿Por qué me llamas así? A mí no me pone nada Luis XV —argumentó entre risas.
—Las copas de champán se hicieron a la medida de sus pechos, y los tuyos son iguales de bonitos —le dije mientras pasaba mi lengua por ellos.
—Te noto un poco acalorado. Anda… ven… que te voy a quitar algo de ropa para aliviarte…
Y lo decía con una voz susurrante, soltando al tiempo de forma pausada la cinta que sujetaba mi pantalón del pijama, que sin oponer resistencia se deslizó hasta el suelo. Estaba sudando y mi piel húmeda comenzaba a juntarse con la suya, resbalando ambas en una cadencia de movimientos que nuestras manos se empeñaban en acompasar. La besé, oh Dios mío, como un poseso, mientras ella me ofrecía su lengua que saboreé pausadamente, recreándome en cada segundo. Su pelo mojado se enredó entre mis dedos al tiempo que con mi pierna abría sus muslos, que sin oponer resistencia, se acoplaron a los míos.
Pasé mi brazo por su cuello, y ella se cobijó en mi pecho descansando. La encontré preciosa.
Me levanté y fui a la cocina a preparar el desayuno. Mi regalo estaba dispuesto, pero deseaba saber la sorpresa que ella tendría para mí. Preparé el café, el zumo, hice unos huevos revueltos, tostadas… Teníamos que reponer fuerzas después de tanto gasto de energías.
—¡Felicidades, cariño! —le dije cuando la vi entrar en el comedor.
—Con tanto trajín creía que se te había olvidado. Gracias, mi amor… ¡No me lo puedo creer! Mmm… cómo huele de bien, y qué rico todo. Te quiero, mi detective particular. Haz gala de tus dotes y adivina cuál es mi regalo.
—No tengo ni idea, pero me temo que tú ya sabes lo que hay dentro de esta bolsita. ¡Feliz aniversario!
—No era necesario envolverla tanto, Señor Poirot —se reía feliz―. ¡Por fin eres mía, cajita misteriosa! A ver, a ver… ¡Es precioso! —exclamó mientras miraba entusiasmada la moneda, engarzada en una espiral de plata―. Gracias, cariño. Verdaderamente estoy sorprendida por la belleza de este colgante. Te quiero.
Y me besó con dulzura.
—Bueno, ahora toma el mío. Espero que te guste.
—¿Un sobre? Hmmm… Señora Fletcher, no se me ocurre qué pueda ser —lo abrí con parsimonia para su desesperación y saqué otro sobre alargado―. ¡Dos billetes de avión! —lleno de curiosidad leí el destino― ¡Imposible! ¿Para Estambul?
—Hemos hablado tanto de ella que me han entrado ganas de conocerla, aunque el día que vayas a Eyüp yo me quedaré esperándote en un sitio más alegre. Paso de tumbas.
—Ángela, eres increíble —la cogí en brazos y giré con ella hasta que besándonos caímos los dos sobre la mesa.
Habíamos pedido el día libre en el trabajo para poder levantarnos tarde, desayunar con tranquilidad y gozar de una jornada solo para nosotros. La mañana la pasamos planificando el viaje, que era la especialidad de Ángela, y cuando se acercó la hora de comer, lo hicimos en un restaurante  brasileño; comimos excesivamente, como siempre sucede en estos sitios, y luego fuimos al cine. Por la noche preferimos cenar tranquilamente en casa, pero antes de irnos a la cama nos bebimos una botella de cava muy frío, para celebrar por todo lo alto los dos años de casados. Después de los brindis, festejamos esta fecha de una manera apasionada y feliz.
¡Dos pasajes a Estambul!
Me parecía mentira. Íbamos a pasar cinco días en la ciudad que me había dado tantos quebraderos de cabeza. Las fechas de los vuelos estaban abiertas, así que decidimos  hacer el viaje en mayo para no pasar mucho calor. Ahora tocaban los preparativos. Yo soy de coger la ropa en una mochila y marcharme a la aventura, pero ella tiene que tener controlado hasta el último detalle, lo cual no es garantía de que su modo de viajar sea mejor que el mío, pero ya que la idea había sido suya, respeté su forma de hacer las cosas.
—Mi hermana Martina estuvo de viaje de novios en Estambul y seguramente nos podrá aconsejar qué zona es la mejor para coger el hotel.
—Tampoco hagas mucho caso de tu hermana, que con el marido tan pijo que tiene, lo mismo se hospedaron en una suite del Pera Palas.
—No seas exagerado. Si en realidad no es para tanto, lo que pasa es que mi hermana antes muerta que reconocerlo. Es capaz de comer y cenar bocadillos con tal de no bajar un escalón su estatus social, que más bien son los suegros los que se encargan de mantenerlo.
—Vale, pues cuando la veas le preguntas. Yo también se lo comentaré a un compañero de trabajo que estuvo allí el año pasado, en las mismas fechas que vamos a ir nosotros.
—Otra cosa que podemos hacer es pedir información en la Oficina de Turismo de Turquía, la que hay en la Plaza de España. Lo que nos digan será de primera mano y seguramente más fiable —ya estaba Ángela controlando el tema de forma metódica y, aunque me doliera reconocerlo, eficaz.
A los pocos días teníamos en el buzón un sobre con un plano de Estambul, un DVD y un folleto con las cosas más importantes que debíamos saber antes de emprender el viaje: direcciones útiles, documentación necesaria, seguridad, horarios, palabras y frases en turco que nos podrían ser de utilidad, teléfonos de comisarías y hospitales, fiestas, transportes, monumentos… casi todo lo que nos hacía falta estaba allí.
—Tenemos que estudiar bien la ropa que vamos a llevarnos porque en mayo lo mismo puede hacer calor que frío, y más vale que vayamos preparados —esta frase ya me la conocía de otros viajes, y como siempre, volveríamos con la mitad de la ropa sin usar en la maleta. No quería pensar que alguna vez nos hiciera falta y no la tuviéramos por haber puesto yo algún pero. A mí todo me daba lo mismo, mas ella necesitaba ir “preparada”.
—Podemos llevar una maleta pequeña con ropa, por si, y si no nos hace falta pues no la abrimos y listo —no me pareció mal la idea. Al menos, parte del equipaje no habría que ponerlo en el armario del hotel, que siempre se nos quedaba escaso.
Elegimos zapatos cómodos. Bueno, es un decir, porque eso lo elegí yo, que eché unos deportivos y unos todo terreno bastante usados para no tener problemas en los pies. Ella puso sus deportivos para las caminatas, sus manoletinas para descansar de los deportivos, sus tacones de diez centímetros por si salíamos de noche, sus zapatos de tacón más bajo que según ella los llevaba como zapatillas, sus sandalias por si hacía calor, sus zapatos cerrados por si llovía… La palabra clave en nuestros viajes siempre era la misma: por si.
—Ángela, tendríamos que informarnos sobre la Tarjeta Sanitaria Europea. Estambul está a caballo entre Europa y Asia, y no sé si nos vale o no —confieso que lo ignoraba.
—Pero se supone que Turquía no pertenece a Europa, luego está claro que no sirve —aquí se marcó ella un tanto.
—Touché, mon amour. Menos mal que tú estás en todo —juro que lo dije de corazón.
—¡Otra cosa! Se nos ha olvidado incluir en la maleta un pequeño botiquín con las cosas más necesarias, para no tener que andar a las primeras de cambio buscando farmacias —yo creía que se habían acabado los por si, pero todavía nos quedaba este.
—Es verdad. A ver, déjame pensar: unas pastillas para la migraña, antibióticos, paracetamol, antidiarreicos, tiritas, gotas para los ojos, desinfectante, protector de estómago…
—Me estás dejando alucinada. La lista es perfecta —era un elogio esperado y me sentí como un niño al que felicita el profe después de resolver un problema en la pizarra, mas confieso que de haber ido yo solo, no habría pasado de llevar en la mochila un par de aspirinas. Mis por si estaban muy lejos de los suyos.
—Es que a veces subestimas el marido que tienes.
Me habría gustado que ella me halagara un poco más, pero debió de parecerle suficiente y pasó sin más a otra cosa.
—He hablado con Martina y me ha aconsejado que cojamos el hotel por la Plaza  Taksim, que es la parte nueva y hay más ambiente por la noche. Me ha dicho que la zona de monumentos es buena porque nos coge cerca de todo, sin embargo, al anochecer se queda bastante sola.
—¡Ahora que caigo! Mi hermano y nuestra querida cuñada estuvieron en Estambul hace tres años, pero no llegaron a comentarnos casi nada, solo que lo pasaron bien.
—Pablo y Sandra son de esas personas que jamás disfrutarían aunque los invitaran al mismísimo cielo. Mejor ni les decimos que nos vamos.
A los pocos días ya teníamos hecha nuestra reserva en un hotel de la Plaza  Taksim, tal como Martina nos había aconsejado. Poco a poco nuestro proyecto de viaje fue tomando forma y disfrutamos muchísimo con los preparativos. Devorábamos cualquier información sobre Estambul que cayera en nuestras manos, y en pocos días, habíamos llenado una carpeta con todos los folletos que encontramos y las indicaciones que creímos necesarias
—Bueno, Tomás, pues yo creo que ya está todo —no me podía creer que la lista tocara a su fin.
—¿Tú crees? Repasa, repasa… que a lo mejor nos olvidamos de algo importante.
—Creo que hablas con un poco de retintín —me lanzó esa mirada asesina que a veces me dedicaba en momentos tensos, que por suerte eran los menos; sacarla de sus casillas me daba cierto morbo.
—En absoluto. Me siento feliz de tener a mi lado una persona que esté en todo como tú. Ya sabes que soy un desastre para estas cosas —uf, desapareció ese destello maléfico de sus ojos y volvió a ser mi dulce Ángela.
El día anterior a nuestra marcha fuimos a comer con mi madre. Solíamos ir a visitarla más o menos una vez por semana, y conforme pasaban los días notábamos, que lejos de encontrarse mejor, echaba de menos cada vez más a mi padre. Al principio, entre familiares y amigos que procurábamos distraerla y alejarla de las penas, se sentía muy acompañada, pero poco a poco la verdad de la casa vacía se fue haciendo más presente y su soledad también. Sobre todo las tardes le resultaban interminables, así como las noches. Dejó la alcoba tal como estaba y decidió dormir en otra de las habitaciones de la casa, donde se puso un rincón de lectura y una televisión. No nos pareció buena idea, pero al fin y al cabo era ella la que tenía que vivir allí.
Antes de la comida nos sentamos en el salón y le hablamos de todos los preparativos que habíamos hecho antes del viaje, del hotel, de las cosas que nos gustaría ver y hacer en la ciudad…
—¿Dónde habéis dejado la moneda?  —dijo de pronto.
Nos quedamos de piedra. No le habíamos dicho que estaba engarzada en un colgante por temor a sus paranoias, y mucho menos que estaba dentro de la maleta que llevaríamos a Estambul.
—Julia, no te preocupes por nada —la tranquilizó Ángela.
—Imagino que la habréis guardado en un lugar seguro —la seriedad de mi madre no dejaba dudas en cuanto a la importancia de sus palabras.
—Por supuesto, mamá. No tienes de qué preocuparte —afirmé, guiñándole a mi mujer el ojo para que me siguiera el juego―. ¿Qué has preparado de comer?
Ángela respiró profundamente. La situación se había puesto tensa y era mejor cambiar de conversación y pasar directamente a la comida.
—Os he hecho canelones, que os gustan, y una tarta de queso con arándanos ―eran las dos cosas que a mi madre mejor le salían y agradecí, después del soponcio que nos habíamos llevado, que el tema derivara por otros derroteros.
—Es un poco pronto, pero podríamos comer ya. Me llega el olorcillo que sale del horno y no puedo resistirme —pensé que hablando de la comida no volvería a tocar el tema de la moneda.
Pasamos al comedor donde estaba ya dispuesta la mesa y dimos buena cuenta de todo lo que mamá había preparado. Las preguntas de rigor por parte de Ángela sobre ingredientes y demás asuntos culinarios, que realmente le importaban muy poco, y las respuestas de mi madre como si de una cátedra se tratara, llenaron el tiempo. Durante el café, mamá se quejó de que tanto mi hermano como su mujer no llamaran para interesarse por ella; ese había sido siempre su comportamiento, pero ahora le causaba más pena por las circunstancias que estaba atravesando, así que prometí hablar con él para decirle que salíamos de viaje, y pedirle de paso que de vez en cuando la llamara.
Esa noche marqué el teléfono de Pablo y cuando hablé con él me pareció más cercano que otras veces. Su humor había mejorado bastante, mostrándose más dispuesto a las confidencias que tiempo atrás. Le dije que al día siguiente volaríamos a Estambul, y me habló de cuando ellos estuvieron allí: que Sandra se puso mala del estómago debido a las especias de las comidas, que los turcos eran gente muy amable, y que le parecía bien el sitio donde habíamos cogido el hotel, coincidiendo con Martina en que para la noche era la mejor zona. Asimismo nos aconsejó que nos saliéramos de los circuitos turísticos, para conocer mejor el auténtico Estambul, que anduviéramos por sus calles tranquilamente, solo por el placer de recorrerlas y, sobre todo, que no nos perdiéramos la puesta de sol desde Üsküdar. Cuando le dije lo de mi madre, me prometió llamarla más a menudo. Me comentó además que tenía que hablar conmigo, pero que como no era importante ya lo haríamos a la vuelta.
Todo estaba preparado. Nos acostamos temprano ya que el taxi vendría pronto a buscarnos, pero nos costó mucho coger el sueño. Este viaje no era como los anteriores porque la curiosidad que en nosotros había despertado Estambul, y todo lo que previamente habíamos conocido de ella, nos hacía estar ansiosos por descubrirla.
Bien temprano estábamos ya en el aeropuerto buscando el mostrador de facturación, con dos maletas grandes y las de cabina, además de dos bolsos a reventar. En una ventanilla de cambio nos aprovisionamos de liras turcas para los primeros gastos; alguien nos aconsejó no coger muchas porque en Estambul había oficinas de estas por todas partes. Aproximadamente una lira turca equivalía a cincuenta céntimos de euro, así que nos sería muy fácil calcular los gastos. Pasamos un control de seguridad muy estricto, en el que unas minúsculas tijeras de manicura trajeron de cabeza al policía y a nosotros, hasta que por fin aparecieron, y nos dirigimos a una sala donde pacientemente esperamos a que nos llamaran. Lo de pacientemente es un decir porque estábamos de los nervios. Como el avión se retrasó, sacamos para entretenernos el plano que nos habían mandado de la Oficina de Turismo de Turquía; una vez más, aparte de las cien mil que ya lo habíamos hecho, estuvimos decidiendo dónde ir, dónde comer, dónde… ¡Todo previsto! Creo que Ángela ya se conocía Estambul sin haber estado nunca allí.
—Cada vez creo más en la reencarnación —le dije en tono de burla.
—Luego dices que yo paso rápidamente de una conversación a otra. ¿De qué hablas?
—Estoy seguro de que tú has hecho ya este viaje; de no ser así, no puedo entender que te muevas por el plano como si ya hubieras pateado la ciudad —era cierto. A mí me asombraba que en tan poco tiempo de preparación supiera tantas cosas, algo que me gustaba, pero que a la vez me fastidiaba porque le quitaba emoción al viaje, haciéndolo todo mucho más previsible.
—Mira Tomás… Antes de visitar un sitio hay que informarse bien para disfrutar plenamente de él y no hacer como muchos turistas: se compran en la tienda guiri de turno el libro de la ciudad y lo leen en su casa a la vuelta del viaje, perdiéndose así cosas interesantes, que de haber sabido que existían, las habrían visto in situ.
—Amén —no tenía nada que objetar. ¿O sí?
La idea que yo tenía de viajar difería mucho de la de ella. Yo quería meterme entre la gente, oler sus olores, comer sus comidas alejadas de los restaurantes turísticos, dejarme sorprender por escenas cotidianas e ir descubriendo yo mismo la ciudad, sin planificaciones previas que condicionaran el tiempo que podría estar en un sitio u otro. Seguro que así me quedarían muchas cosas por ver, pero no me cabía duda de que disfrutaría más del viaje.
—¡Eres como un niño!
Por fin dieron aviso de embarque y tarjeta en mano entramos en el avión de líneas turcas, donde una azafata nos dio amablemente la bienvenida en inglés. Después de tres horas y media en el aeropuerto teníamos hambre, y el olor a pollo asado que salía de algún sitio del avión, activó nuestros jugos gástricos. Ángela me hizo notar los rostros de facciones duras de las turcas, que tienen los ojos grandes, una boca amplia y carnosa, y nariz prominente que no suaviza precisamente sus rasgos. Son guapas, pero duras. También me comentó la mirada tan atrayente de los turcos y yo le apostillé entre bromas lo mal que lo había pasado Ana Belén en esta ciudad.
—¿Pero qué dices? —sus carcajadas contradecían mi opinión―. Lo empezó a pasar mal después de habérselo pasado pero que muy bien; luego se desengañó, aunque te confieso que a mí no me gustó nada la película.
—Prometo que yo no te desilusionaré nunca, así que no tendrás necesidad de mirar a los ojos a ningún turco —le seguí la broma.
—Vaya, me dejas mucho más tranquila.
Los motores se pusieron en marcha y el avión avanzaba lentamente dirigiéndose a la pista señalada por la torre de control. Nos abrochamos los cinturones y empezamos a notar en el estómago ese cosquilleo previo al despegue. Acelerábamos cada vez más y…
¡¡Arribaaaaa!! Estábamos en el aire volando hacia Bizancio, Constantinopla, Estambul, Islambul… ¡Nos daba igual! Hacia la ciudad mágica que todos desean conocer. Nosotros teníamos solo cinco días para disfrutarlos en este lugar, y los pensábamos aprovechar al máximo.
Detrás de nosotros se sentó una pareja con un niño de aproximadamente seis años, que al principio nos cayó muy bien por la conversación que mantenía con los padres, impropia para su edad , pero que a las dos horas de oírlo nos tenía ya hartos .
—Si alguna vez tenemos un hijo así, te autorizo como madre de la criatura, a que le pongas un bozal antes de sacarlo a la calle. ¡Por Dios, qué niño más repelente!
—Tomás, por favor, baja la voz que te van a oír.
Durante el vuelo tuvimos ocasión de ojear las revistas que había en nuestros asientos, con imágenes de los distintos sitios turísticos de Turquía: Cappadocia, Éfeso, Pamukkale, Ankara y por supuesto Estambul. Algún día tendríamos que visitar estos lugares de los que tan bien nos habían hablado, pero ahora nos teníamos que centrar en este. Nos trajeron de comer pollo asado, con los granos de arroz más grande que habíamos visto nunca, ensalada y postre. El exceso de especias nos hizo comer más bien poco. Quisimos practicar algo de turco, dado que nos habíamos empeñado en aprender, sin embargo, ni nosotros las entendíamos ni ellas se enteraban de lo que les decíamos. El idioma turco tiene una pronunciación muy especial y no es nada fácil.
Después de cuatro horas aterrizamos en el aeropuerto de Atatürk. Al llegar a la terminal, lo primero que tuvimos que hacer fue pagar el visado que nos daba derecho a entrar en el país y, una vez realizado este trámite, nos dirigimos a recoger nuestro equipaje.
Habíamos reservado un servicio de transfers para trasladarnos al hotel, y allí estaba el señor con nuestro nombre en el cartel esperándonos. Estambul se encuentra a veinte kilómetros del aeropuerto, que no se nos hicieron largos porque el conductor nos explicaba en una mezcla de turco-español-inglés, los sitios por los que íbamos pasando. El coche enfiló la Kennedy Caddesi y nos llevó por la costa, mientras podíamos ver enfrente la zona asiática. Al llegar a un pequeño puerto giró a la izquierda, pasando por el Boulevard Atatürk, y al atravesar el Acueducto de Valens, vimos la imponente Mezquita de Solimán con sus cuatro minaretes. Íbamos hacia el Puente de Atatürk para atravesar el Cuerno de Oro, una ría que divide la ciudad europea en dos: la parte antigua y la moderna; desde allí ya pudimos ver Eminönü con sus muelles, la Mezquita Nueva, el Puente Gálata, la torre del Palacio Topkapi y las cúpulas y minaretes de Santa Sofía y de la Mezquita Azul. Pasamos a la zona nueva y a nuestra derecha se alzaba majestuosa la Torre Gálata, que según nos contó el conductor, servía antiguamente para vigilar la entrada de los barcos al Estrecho del Bósforo, y más adelante, subiendo por Refik Saydani Caddesi, dejamos también a la derecha un edificio muy singular, perteneciente a la Radio Televisión Turca. Felices por la imagen que la ciudad nos mostraba, llegamos a la Plaza Taksim y el coche paró delante de nuestro hotel.
Esta plaza no me gustó mucho. Era amplia y tenía un monumento en el centro dedicado a la república, pero la encontré un poco fría. Un mozo cogió nuestras maletas, las llevó hasta la recepción y allí hicimos el check in. En un perfecto inglés nos atendió una señorita rubia, cuyos rasgos no tenían nada que ver con las mujeres turcas que vimos en el avión, y se ofreció para cambiarnos liras y darnos cualquier información que pudiera sernos útil. Cuando llegamos a la habitación nuestro equipaje ya estaba allí y observamos que el mozo no se marchaba; se quedó en la puerta mirándonos mientras sonreía tontamente y le pregunté en inglés qué deseaba. No entendía nada y seguía allí ofreciéndonos su mejor sonrisa, hasta que Ángela sacó su bolso y le dio un par de euros. Entonces recordamos que teníamos que cambiar más liras turcas cuanto antes.
El hotel estaba bastante bien. No era de lujo pero nos sobraba, especialmente para el tiempo que pensábamos pasar en él. Mi Jessica Fletcher particular fue al baño y salió riéndose. La taza del váter tenía un grifo justo por donde sale el agua de la cisterna, y yo, que soy curioso por naturaleza, sin pensármelo dos veces accioné una palanca que vi en la pared, saliendo entonces un chorro a toda presión directo a la parte de mi cuerpo que más aprecio, poniéndome perdido.
—Te está bien empleado por curioso —menudo cachondeo tenía.
—Prefiero haber accionado ese grifo de frente y vestido, que estando sentado y desnudo. No quiero ni pensar en los daños que me podría haber ocasionado ese chorro tan de cerca.
—¡Dios mío! El grifo asesino podría haber dejado a mi marido convertido en un eunuco —señalaba divertida la bragueta de mi pantalón totalmente empapada.
—No te rías, que no es ninguna tontería. Tenían que poner una nota en la pared avisando de la violencia con la que puede salir el agua.
—¿Con foto incluida? O mejor, con las instrucciones del artilugio.
—Ya vale. ¿Sabes que son las  cuatro de la tarde?
—¿Tienes hambre?
—¿Hambre… de qué?
—¿Cómo que de qué? Pues de comer algo.
—Depende del plato que me ofrezcas y de su presentación… ¿Qué te parece si descansamos un poco?
—¡Uy, uy, uy…! Creo que lo que pretendes no es descansar precisamente.
—Anda, ven…, solo quiero saber si son cómodas las camas en Turquía…