26 de enero de 2015
El legado de Shenay (Cap. V)
Capítulo
V
A las
cinco de la mañana nos despertó el canto del muecín llamando a la oración.
—¿Estás
dormido? Es sobrecogedor escuchar esta
voz en medio del silencio. Me pone los pelos de punta.
—Pues creo
que cuando hay varias mezquitas cercanas, se contestan con los cantos unos a
otros y es alucinante. Habrá que experimentarlo. De todas formas, si te asusta
abrázame muy, pero que muy fuerte, que soy un quitamiedos genial.
—¡Anda ya!
¡Vamos a seguir durmiendo que es muy temprano!
—Sí,
tienes que descansar porque dentro de unas horas te daré una sorpresa.
—¡Malo!
Ahora ya no voy a poder seguir durmiendo. ¿De qué se trata?
—A ver, ¿qué
parte no has entendido? Es una sor-pre-sa.
Seguimos
en la cama, aunque de vez en cuando la oía suspirar; entonces decidió, que si
ella no podía dormir, yo tampoco iba a hacerlo. Se puso a horcajadas sobre mí y
comenzó a masajear mi pecho. Después me acarició el pelo, besó mis ojos y
jugueteó con mis labios. Permanecí aparentemente impasible, hasta que ella empezó
a quitarse el pijama; entonces ya no pude resistirme.
—¡Ven
aquí! Tú lo has querido.
Entre
risas y caricias nos volvimos a enredar… El timbre del despertador nos
sorprendió relajados sobre una cama alborotada.
—No tengo
ganas de levantarme. Todavía me falta un rato por dormir —lo decía mientras
volvía a acurrucarse bajo las sábanas.
—Pues eso,
señorita provocadora, lo podías haber pensado antes. Ahora tenemos que
vestirnos y bajar a desayunar.
Se puso un
pantalón vaquero y un blusón, sobre el que lucía de forma espléndida el
colgante que le había regalado.
—¿Te
gusta, cariño? Es muy original y me encanta.
—Prefiero
no pensar en lo que diría mi madre si te viera con él.
—No tiene
por qué enterarse. Hay que decirle que sigue en la caja a buen recaudo.
Yo también
estaba de acuerdo con ella, y sin más, bajamos a desayunar al buffet del hotel.
La comida
que había preparada era quizás demasiado fuerte para un desayuno, al menos para
nosotros, así que optamos por tomar un café con leche, bollos, zumo, pan y
mermelada. A las nueve estábamos ya en la calle y, al igual que ayer, tomamos
el Tünel hasta Kabatas. Aquí está el puerto donde atracan barcos grandes como
los cruceros, y había uno perteneciente a una naviera española.
—El año
que viene podríamos pasar nuestras vacaciones
en un barco de estos. ¿Qué te parece?
—Pues no
estaría nada mal. Todavía recuerdo cuando mi padre nos regaló un viaje por el
Mediterráneo. ¿Te haces una idea? Todos los Hidalgo juntos durante una semana.
—Tendrías
que contenerte para no arrojar por la borda a tu cuñado.
—No me
tires de la lengua que prefiero ser discreta. Bueno, ¿a dónde vamos esta
mañana?
—Déjate llevar.
Sin más,
nos montamos en el tranvía hasta Eminönü. Pasamos a la parte de los muelles,
dejamos atrás la estación de autobuses, y por una callecita estrecha bajamos
hasta el mar, donde había una caseta que parecía algo así como la ventanilla
donde se vendían billetes. Saqué dos fichas y esperamos el ferry que nos llevaría
a recorrer el Cuerno de Oro; una vez que el barco atracó subimos a bordo y,
tras un corto tiempo de espera, zarpamos. Estaba intrigada.
—¿La
sorpresa es este paseo?
—Bueno, en
parte sí.
Poco a
poco íbamos remontando la ría, atracando en zigzag en los pequeños puertos de
las diferentes orillas, permitiéndonos contemplar la ciudad desde otra
perspectiva. La parte vieja la teníamos a la izquierda y la nueva a la derecha.
Pasamos bajo los puentes de Atatürk, el viejo de Gálata y el del Cuerno de Oro.
Cuando dejamos atrás Sütlüce le dije a Ángela que se fuera preparando para
bajar. Entonces se levantó de su asiento y me dedicó esa mirada asesina que tan
bien yo conocía.
—¡No puede
ser! ¡¡¡¡¡Eyüp!!!!!!
—Sí, es
Eyüp, pero nuestra presencia aquí no tiene nada que ver con la moneda que
llevas al cuello. Vamos a otro sitio, pero para llegar hasta allí es necesario
que atravesemos las calles de este barrio.
Bajó del
barco a regañadientes y me siguió sin ganas, aunque lo interesante del sitio
fue ganando terreno a la fobia que en principio tenía. Era viernes y mucha gente
se agolpaba ante la mezquita esperando entrar, para rezar en la tumba del
portaestandarte de Mahoma. Decenas de palomas andando y volando esperaban su
ración de comida, que los visitantes compraban en los puestos ambulantes.
Rápidamente fijamos nuestra atención en los niños que, vestidos como príncipes,
acudían con sus familiares a este lugar para celebrar su circuncisión, a pesar de
que actualmente los circuncidan nada más nacer, pero se conserva la tradición
de vestirlos así y festejar ese día con sus familiares. Quiso fotografiar a alguno
de ellos, sin embargo, los padres lo impidieron. En general, nuestras cámaras
no eran bienvenidas en este barrio. La plaza, con su fuente central, servía de
reposo a los que entraban y salían de la mezquita, la cual rodeamos por su
parte derecha, viendo el antiguo cementerio protegido por una reja, muy
deteriorado. Me di cuenta de que estaba recorriendo el lugar que a mi padre
tanto le había fascinado.
—¿Se puede
saber a dónde vamos? —Ángela se estaba
impacientando.
—Claro. Un
poco más adelante se encuentra el teleférico y vamos a subir en él.
Aquí ya
empezó a animarse. Yo no habría descubierto nunca este lugar, de no haber sido por
la recomendación de Diana.
—¡Subamos!
Nos
elevábamos por encima de la ciudad, que aparecía bajo nuestros pies, hermosa y
envuelta en un halo de misterio. La poca calima que había se iba disipando,
dando lugar a un cielo espléndido. Entonces salimos a un mirador en lo alto del
Cuerno de Oro, desde el que se veía el nuevo cementerio abarrotado de tulipanes
amarillos, y nos sentamos a disfrutar del paisaje en unos bancos que simulaban
libros abiertos. Seguimos luego a pie hasta un café y, en una mesita junto a la
barandilla, contemplamos toda la belleza europea de la ciudad de Estambul. La
vista era increíble y desde arriba se podían distinguir los puentes y el curso
del agua hasta desembocar en el Mar de Mármara. Se veía con nitidez Santa
Sofía, la Mezquita Azul, la Nueva, la de Solimán y hasta la torre de Topkapi.
A Ángela
le empezó a cambiar la cara. Estábamos en el inconfundible café con manteles de
cuadros rojos en las mesas, bajo la sombra de los árboles, disfrutando de una
panorámica única en el mundo.
—¿Cómo te
has
enterado de dónde estaba este lugar? ¡Es fantástico!
—Cuando mi
secretaria supo que íbamos a viajar a Estambul, me recomendó que viniéramos a
contemplar desde aquí la ciudad, y no exageró un ápice la belleza del sitio: el
Café Pierre Loti.
—Nunca oí
hablar de él.
—Es el
seudónimo de un escritor francés llamado Julien Viaud, que fue enviado aquí
como instructor de la marina turca, y quedó tan fascinado que decidió quedarse
para siempre. Era el lugar donde se inspiraba, y en esa casa de madera que hay
detrás de nosotros, se guardan libros y objetos personales suyos. ¿Quieres un
té?
—¡Claro
que quiero un té! ¡Camarero!
El muchacho
se acercó a atendernos y de pronto se quedó petrificado mirando el pecho de
Ángela.
—¿Le
sucede algo? Tráiganos dos tés de manzana, por favor.
—Claro,
claro… Enseguida se los sirvo.
Llevó en
la bandeja los tés y de nuevo su mirada se dirigió al colgante. Empecé a estar
molesto; pese a que no quería darle mayor importancia, de pronto me vinieron a
la cabeza las recomendaciones de mi madre.
Me negaba a estropear la mañana tan bonita que estábamos viviendo, así
que procuré no asociar una cosa a la otra. Tras hacer montones de fotos y
tomarnos el té, pedimos la cuenta; ya no vino el mismo camarero a atendernos.
Pagamos y decidimos marcharnos, pero esta vez bajamos a pie dando un paseo por el camino del
cementerio nuevo, donde cientos de tumbas no imprimían un aspecto tétrico al
sitio; era un gran jardín en el que las lápidas ocupaban la ladera de la colina, cubriéndola de miles
de tulipanes.
Una vez
dejamos atrás el cementerio, llegamos donde anteriormente habíamos cogido el
teleférico. Pasamos de nuevo por la calle que nos llevó hasta allí desde el
ferry, y aprovechando la cercanía de la mezquita decidimos entrar a verla.
Atravesando un arco, llegamos al patio donde había un quiosco en el que se
vendían objetos de culto; en el centro una gran fuente servía para las
abluciones, además de las piletas que estaban junto a los muros. La gente que
encontrábamos llevaba en la cara escrito el fervor con que acudían a este
lugar. Impresionaba ver a todas las mujeres cubiertas con velos, a parejas de
novios que iban a rezar y a los hombres con gesto serio entrando para orar. En
el patio, sobre unas plataformas, había unos enormes plataneros, y alguien nos
dijo que aquí tenían lugar las investiduras de los sultanes otomanos; frente a
ellos estaba la tumba del portaestandarte de Mahoma, a rebosar de personas que
habían llegado hasta allí para venerarlo. Una reja separaba a la multitud, de
la sala donde reposan los restos de Eyüp, y dos mujeres vestidas de novia
repartían azucarillos a la gente. Este Estambul no tenía nada que ver con el
que habíamos visto ayer.
Esperamos
a que terminara la hora de la oración para ver la mezquita por dentro,
comprobando que efectivamente es un lugar sagrado para los musulmanes, y me
emocioné al pensar en mi padre.
—Tomás, es
casi la hora de comer. Nos hemos entretenido demasiado tiempo en Pierre Loti.
—Me siento
tan a gusto que no tengo ganas de bajar todavía. Podíamos buscar por aquí un
sitio donde tomar algo.
Allí mismo
en la plaza nos sentamos en una terraza, donde degustamos un plato de cordero
espectacular. Nos pusieron un pan parecido a una torta muy grande y de postre
tomamos el famoso arroz con leche, que no nos gustó mucho. No pudimos tomar
alcohol; el camarero nos explicó que no se servía a menos de cien metros de una
mezquita.
Después del
obligado café turco, sacamos de nuevo el plano para organizarnos la tarde.
—Podemos bajar
hasta la zona amurallada para entrar luego en San Salvador de Chora. ¿Te
apetece la idea? —esta iglesia era una de las que nos habían aconsejado no
perdernos.
—Claro,
pero hemos de darnos prisa porque cierran muy temprano.
Era
preciso tomar un taxi que nos llevara hasta allí. En la carretera paramos uno,
negociando con el taxista, que al final se comprometió a cobrarnos quince liras
turcas. Arrancó como un camello al galope por el desierto; cada vez que nos
cruzábamos con otros coches pensábamos que ahí se acabaría la carrera porque
era imposible no chocar. ¡Pero no chocaba! Aquello era como una montaña rusa y
además, el taxista volvía la cabeza riéndose. ¡Por favor, mire hacia delante!
Con el corazón en un puño por los sustos cruzamos la muralla, y por fin, cerca
de una de las puertas se hallaba la iglesia bizantina de San Salvador de Chora.
Frenó, le pagamos y lo despedimos con gran descanso.
—Chora es
una iglesia relativamente pequeña, convertida ahora en museo. Aquí se encuentra
el mejor ejemplo de arte bizantino. Sus mosaicos con pasajes de la Biblia y los
frescos de sus techos y paredes son los mejores conservados del mundo. Cuando
Estambul fue tomada por los turcos, la iglesia fue transformada en mezquita, pero
como en los templos musulmanes no puede haber representaciones humanas, lo
taparon todo con yeso. Puede que sea esa razón por la que se hayan conservado
tan bien.
—Vaya,
vaya, qué enterado estás. ¡Eso no vale!
¡Lo estás leyendo!
—Pues
claro que lo estoy leyendo. ¿Acaso crees que me ha dado tiempo a informarme de
todos los sitios que íbamos a ver en este viaje? Para eso están los folletos,
para explicarnos a los indocumentados como yo, las cosas que no sabemos sobre
los lugares que visitamos.
—Me estoy
agobiando con tanta gente. Y ahora entra un grupo.
Poco a
poco nos vimos envueltos por una masa de turistas que nos arrastraba hacia la
parte central de la iglesia. Solo podíamos ver el techo. Era imposible apreciar
los mosaicos de las paredes debido al gentío.
Salimos de
allí y nos quedamos dando una vuelta por esa zona, que nos resultó un tanto
extraña: casas viejas, gente muy humilde, calles sucias, ropa tendida en las
fachadas de las casas… Nos pareció que era un barrio de inmigrantes. De pronto
Ángela dio un respingo.
—¡Es el
camarero!
—¿Dónde?
No lo veo.
—Era él.
Estoy segura… Y al darse cuenta de que lo he reconocido se ha ido corriendo por
ese callejón.
—Ángela,
no te estarás obsesionando. Los turcos tienen unos rasgos muy parecidos.
—Es
posible. Pero he creído reconocer al camarero que se quedó mirando mi colgante
en Pierre Loti. No sé… Ya no estoy segura de nada…
―Cariño,
creo que lo mejor será que salgamos de aquí y bajemos paseando por la avenida
grande. Esta zona me resulta incómoda.
No había
pasado nada y nadie nos había molestado; solo nos sentíamos observados, pero
decidimos continuar caminando por otro sitio. Empezamos a bajar por Fevzy Pasa
y aquí se le olvidaron a Ángela las preocupaciones, sorprendida por el
espectáculo que suponía la gran cantidad de tiendas con vestidos de novia, que
se exhibían en los escaparates de esta calle.
—¡No me lo
puedo creer! ¡Cientos de trajes de novia de todos los colores!
Así era.
Se vendían por todas partes estos vestidos, muy alejados del estereotipo que
los españoles nos hemos formado de este atuendo de ceremonia. Los había para
todos los gustos. No me puedo imaginar a una novia de verde, ni con florones
enormes, como si fuera una maceta. Nos resultó… digamos, pintoresco.
—Ángela,
¿vamos a Sultanahmet?
—Eh… no.
Ahora la sorpresa te la voy a dar yo.
—¿A dónde
quieres que vayamos?
—Sigamos
por esta misma calle.
Pasamos
por delante de la Mezquita de Fatih y del Acueducto de Valens. Un poco más adelante
la Mezquita de Sehzade o de los Príncipes, y enseguida torcimos hacia la
izquierda camino de la Suleymaniye.
—Prepárate
para recibir nuevas sensaciones. Nos vamos a un hamman.
—¿Pero qué
dices? Sabes que estas cosas no me gustan.
—¿Lo has
probado?
—¿Y tú?
—No, no lo
he probado, pero sé que venir a Estambul y no entrar en un hamman es un
desperdicio de placeres, y yo no quiero
perderme ni uno solo, sobre todo si puedo compartirlo contigo.
—No
podremos compartir nada, ya que las mujeres y los hombres están en salas
separadas. ¿No lo sabías? Siento chafarte la sorpresa.
—Cariño,
te prometo que en este no voy a dejar que nos separen. Aquí podemos estar
juntos hombres y mujeres. Entremos.
Ángela
había reservado por internet la visita a este hamman. Al entrar pagamos en la
recepción, y vimos detrás unas cajas fuertes donde dejamos los bolsos, las
pocas joyas que llevábamos y las cámaras.
La llave tenía una gomita que nos aconsejaron ponerla en nuestra muñeca hasta
el final. Dejamos las pertenencias en un pequeño cuarto y nos vestimos con una
tela de cuadros que nos dieron llamada pesternal, y unas zapatillas; a ella le
dieron un bikini dos tallas más grandes, pero hice como si no me hubiera dado
cuenta. Nos preguntaron si queríamos algún jabón especial, y pasamos ya a la
primera sala donde había una piedra de mármol grande en el centro; alrededor de
la pared se podían ver una especie de nichos con una pileta, dos taburetes y
dos recipientes de plástico. Supuse que los taburetes serían uno para Ángela y
otro para mí. Nos tumbamos en la piedra y empezamos a sudar. De vez en cuando
íbamos a la pileta a refrescarnos. Luego pasamos a la sauna, ducha fría, otra
vez sauna… Sudar, doy fe de que sudamos muchísimo.
—¿Si te
digo que no las tengo todas conmigo, no me tacharás de miedoso? Es que no sé lo
que me van a hacer. Espero que la masajista sea guapa al menos.
—Creo que
aquí son unos bombonazos. De momento disfruta de la sauna y relájate.
Tras media
hora, en que ya no sabíamos qué postura adoptar, aparecieron los masajistas.
—¿Dónde
están las chicas? ¡Solo veo hombres! Y además, tienen cara de torturar a los
clientes.
Ni en mis
peores sueños habría imaginado que alguien, con unos bigotazos enormes y
cuadrado como un armario, me diera un masaje.
—Disfruta,
cariño.
Y diciendo
eso, uno de ellos la condujo a una de las salas pequeñas, y el otro hizo lo
mismo conmigo. Nos tendieron boca abajo y con un guante empezaron a hacernos un
masaje exfoliante, echándonos de vez en cuando agua fría por encima. La mirada
del hombre no me daba en absoluto confianza; se diría que disfrutaba cuando me
quejaba de la dureza con la que me trataba. ¿Y eso? ¿Qué eran esas tiras negras
esparcidas por alrededor? El masajista debía estar acostumbrado a verlas, ya
que sonrió y me dijo que era normal entre los extranjeros, tener tantas células
muertas en la piel. Me hubiera gustado llevármelas de recuerdo, pero me dio
corte pedírselas. A más de un limpio se
las habría mostrado en Madrid.
Después
nos llevaron a otra sala y sobre una cama de mármol empezaron a echarnos jabón.
¡Qué bien! No se nos veía la piel con tanta espuma; a mí me enjabonaron hasta
la cabeza… con qué suavidad actuaban ahora. Agua por aquí, agua por allá y
listo. Me sentía como un bebé y se me hizo corta esta fase.
—¿Desea el
señor un masaje turco? —viniendo la pregunta del armario que tenía al lado,
preferí no probarlo porque lo mismo me
dejaba en carne viva.
Nos
pasaron a otra sala donde dejamos la ropa mojada y nos cubrieron con toallas
turcas. Allí nos relajamos tanto, que no nos habría importado quedarnos un poco
más. Después nos sirvieron un té y nos perfumaron. ¡Una maravilla! Por último
fuimos hasta los tocadores donde pudimos terminar de arreglarnos. Ya en el
vestuario…
—Bueno,
señor precavido, ¿qué te ha parecido la experiencia?
—He echado
de menos que me pusieran talco en el culete, pero por lo demás todo perfecto.
—De
verdad, que no puedo con tus cosas.
—¿Y si
esta noche probamos el masaje con jabón? En vez de las telas de cuadros nos
ponemos las colchas de la cama, que tampoco tienen desperdicio.
—Eres
incorregible. Anda, vistámonos que hay que aprovechar el tiempo, aunque a ti
eso no te importe.
—Vale, y
vamos a comprar un jabón que haga mucha espuma. Ya te veo…
—Tomás,
baja del cielo y pisa el suelo, que todavía nos falta mucho hasta que volvamos
al hotel.
Cuando
salimos aprovechamos para ver por fuera la Mezquita de Solimán, Suleymaniye en
turco, que estaba al lado de los baños. Nos pareció grandiosa, pero por la hora
ya no pudimos acceder al interior.
Tan relajados
estábamos que nos vimos incapaces de seguir andando; acordamos tomar otro taxi
que nos condujera hasta nuestro hotel para cambiarnos y salir a cenar. Como Ángela
estaba ilusionada con ir a ver la danza del vientre, reservamos por teléfono
una mesa para esta noche, en una sala de
fiestas que hay algo más arriba de Taksim.
Pedimos la
llave en la recepción, pero la persona encargada no fue capaz de encontrarla.
Se armó un gran barullo entre el personal del hotel, mas todo fue inútil. La
llave no estaba en su sitio. Una chica, muy atribulada, confesó que se la había
entregado a una mujer que la pidió, creyendo que era el cliente de esa
habitación. No sabía cómo disculparse.
Exigimos
que alguien nos acompañara con una llave maestra para saber si esa persona
seguía allí, y sobre todo para alejar nuestros temores, ya que podría tratarse
de un error sin más. Subimos con el jefe de personal, que tras tocar con los
nudillos y no contestar nadie a su llamada, nos abrió la puerta. La habitación
estaba en orden; aparentemente no faltaba nada. Respiramos tranquilos y pensamos
que efectivamente debió tratarse de una confusión. Por fin nos quedamos solos.
—¡Uf!
¡Vaya susto que he llevado! Tomás, ¿crees que estamos seguros?
—¡Claro
que sí! Ya ves que solo ha sido una confusión.
—Sí, pero
la llave de nuestra habitación no sabemos dónde está. Me estoy empezando a
mosquear.
Yo también
estaba preocupado pero no quería contagiar mi inquietud a Ángela. Empezaba a
pensar si habríamos hecho bien desoyendo los consejos de mi madre. ¿Pero qué
estoy diciendo? ¿No habíamos quedado en que todo ese rollo de libros y de
claves sería seguramente una treta de mi padre, para ocultarle a mamá los
verdaderos motivos de su viaje a Estambul? No iba a permitir que unos temores
infundados, estropearan los momentos tan maravillosos que estábamos viviendo.
Nos
duchamos, y vestidos convenientemente salimos a cenar hacia Istiklal. Tenía
razón Martina: tanto esta calle como las adyacentes estaban llenas de turistas
y turcos buscando diversión; vendedores ambulantes y músicos pululaban por las
terrazas y restaurantes, mientras un tranvía antiguo de color rojo se mezclaba
con los transeúntes. Nuestra primera intención fue ir al Pasaje de las Flores a
tomar pescado, pero después de estar allí, preferimos meternos en el laberinto
de calles cercanas, esperando encontrar algo más típico de comidas en esa zona.
Nos aconsejaron la calle Nevizade y hacia allí nos dirigimos. No cabía un
alfiler y tuvimos que esperar a que hubiera alguna mesa libre donde poder tomar
algo. Los camareros llevaban en sus bandejas multitud de tapas, de las que no
conocíamos ninguna, y vasos con un licor transparente.
—Señores,
cuando deseen pueden pasar. La tercera mesa está libre.
—¡Por fin!
Ya me estaba cansando de estar de pie con estos zapatos —suspiró aliviada.
—Nunca
entenderé a las mujeres. Si vais más cómodas sin tacones, ¿por qué os subís a
esos púlpitos? Es una forma de pasarlo mal sin necesidad.
—Pues
según los manuales de erotismo, el tacón de aguja es algo que atrae de manera
irresistible a los hombres, pero se ve que no pidieron tu opinión. Estos son
cómodos, aunque me duelen los pies después del día que llevamos.
—Ángela,
¿dónde has dejado el colgante?
—No te
preocupes que está bien guardado.
Nos
sentamos, y pedimos sin mucho convencimiento un plato de mezzes que el camarero
nos recomendó, unos mejillones fritos con arroz que se le antojaron a Ángela, y
de beber decidimos tomar raki, la bebida transparente que veíamos en las
bandejas. El ambiente que aquí se disfrutaba no tenía nada que ver con el que
habíamos visto por la mañana en Eyüp o Chora. Nos encontrábamos en una zona
turística como la de cualquier ciudad europea, que acogía a gran cantidad de
personas dispuestas a gozar de la noche.
—Señores…
—Gracias.
Tiene todo una pinta estupenda —el camarero puso en la mesa una gran fuente con
mezzes variadas y la bebida. Eran las famosas tapas turcas.
—Mira, eso
parece berenjena rellena —dije sin mucho conocimiento del tema―, y aquí están
los mejillones que has pedido.
De pronto
Ángela se puso roja.
—¡Ay, cómo
pica esta empanadilla!
—Exagerada;
a ver… no es para tanto. Prueba los dolmas que están riquísimos, al menos el
que yo me he comido.
Y así fuimos
degustándolas todas. Estaban buenas, pero algunas de ellas no sabíamos lo que
eran ni lo que llevaban dentro, aunque lo que ya tuvimos claro es que en la
comida turca pica casi todo, y que comen muchas berenjenas. Echamos en los
vasos donde nos habían traído la bebida un poco de agua y el color se volvió
blanco opaco. Sabía a anís y estaba muy fuerte; menos mal que alguien nos
advirtió que teníamos que echarle más agua. No estaba mal, pero nos pareció
excesivamente dulce para acompañar alimentos salados. A mí me recordaba lo que
se toma en los chiringuitos de la playa: la paloma de toda la vida o también el
pastís francés; de cualquier forma, muy empalagoso para acompañar platos
salados.
Entre
bromas, sorpresas de sabores y meteduras de pata, terminamos de cenar.
—Me apetece
probar las delicias turcas —no pude contener una risa irónica―. ¡Tomás, que
estoy hablando en serio!
—Es que yo
quiero ser tu delicia turca —le susurré al oído.
—Ya te
vale. Allí hay una pastelería; por favor, deja de hacer el tonto.
—Soy un
incomprendido.
Entramos y
aquello era el paraíso para los golosos como nosotros. Aparte de las delicias
turcas, o lokum como ponía en el cartel, en los expositores había baklava,
sütlaç, mermelada de rosas… Un goce para la vista y el paladar. Compramos los
famosos cubos dulces y nos los fuimos comiendo calle arriba hasta llegar a
Taksim.
—Prueba
esta de pistacho. Está tan deliciosa como tú.
—Cuando no
me pueda meter los vaqueros, ya sé a quién tengo que culpar.
—Pues me
llamas, que soy experto en subirles los vaqueros a las señoras gordas. ¿No lo
sabías?
—Lo único
que sé es que no tienes remedio. ¿Nos queda muy lejos la sala de fiestas?