¡Qué bonita es la playa! ¡Qué bonita es la arena! Y si se tiene la experiencia de compartir esta maravilla con niños es que ya la cosa ronda el nirvana.
Este año hemos comprado una esterilla de esas que las lanzas al aire y se abren solas, pero que luego nadie sabe cómo cerrar, y nos está siendo de lo más práctica.
¡Esta mañana bajamos a la playa! A ver: ¿Qué echamos al bolso? Lo primero la esterilla para estrenarla, cerrada claro está; dos toallas para arropar a los niños cuando salgan del agua; para la pequeña, el flotador, los manguitos, la gorra, la camiseta anti-sol, camiseta seca de repuesto, dodotis playero, bolsa por si caca y crema factor de protección allá por el quinientos; para el mayor, la gorra, la camiseta anti-sol, las gafas de idem, camiseta de repuesto, cinturón de corcho, tabla pequeña para nadar, tabla grande para jorobar, gafas de buceo, tubo, dos lanchas de juguete y un barco grande (en qué hora lo compramos, que no cabe en ningún sitio) y factor de protección más o menos de mil.
Cosas comunes: una bolsa llena de artilugios para la arena: cubos, palas, rastrillos, figuras, dos sillas, una sombrilla, sombreros para los mayores, cremas varias, peines, monederos para traer el pan a la vuelta, botella de agua y algo de fruta.
¡Antonio, vete tú con la sombrilla pronto, y te plantas en primera línea para que no molestemos mucho! Y mi Antonio, que no es muy de playa, se va mansamente de avanzadilla.
Cuando ya hemos conseguido recopilar todo lo que necesitamos, bajamos y nos hacemos fuertes en el sitio elegido por él, que nunca es lo bastante solitario ni lo bastante cercano al mar como para tener la certeza de que los niños no van a incordiar.
Esta vez tenemos delante a una pareja, muy puestos los dos de crema, recostados sobre sus modernas toallas, que cubren las tumbonas. ¡La primera en la frente! Samuel, en su deseo de meterse al mar inmediatamente, coge la tabla grande y engancha sin darse cuenta con la cuerda, los dedos de los pies de la chica que apaciblemente tomaba el sol... hasta ese momento. La pobre se tuvo que sacar el cordón del dedo pequeño. Disculpas y no hay mayores problemas. Ponemos las sillas y abrimos la esterilla automática, que salió como una exhalación y la tuvimos que coger al vuelo por encima de la sombrilla del vecino. Después del ritual de la crema, me voy al agua con Samuel, que tarda dos minutos justos en salir a cambiar la tabla grande por el barco, que también tiene cuerda, y vuelve a jorobar a la chica pasándole la cuerda por los muslos y dándole el susto padre. Ya empezó a mirarnos mal. Entonces decidimos que lo mejor era poner en la orillita todo el material playero de los niños para que no molestaran tanto, lo cual llenó de alegría a una abuela que estaba sola con dos nietos que se le habían subido a la chepa, así que en lugar de dos, teníamos delante cuatro churumbeles, para mayor alegría de la pareja tomadora de sol.
Lucía cavaba y cavaba en la arena y cada dos por tres iba hacia la sombrilla con el cubo lleno de agua y rebozada como una croqueta, a sentarse en la esterilla, que a estas alturas ya no se distinguía.
Vuelve Samuel, deja el barco y coge las gafas y el tubo. Tres minutos después los lanza desde la orilla hasta la sombrilla para no perder más tiempo, dejándonos en un ¡AY! a su madre, a su abuelo y a mí.
Así transcurrió la mañana y ya cansados nos dispusimos a recoger los trastos para subirnos. Lo primero, enjuagar todo. Pensamos que lo mejor era lavar primero la esterilla e ir poniendo todo encima. Vale. Con cuidado la cogí y sin poderla dominar se me puso vertical, actuando como una vela, y esparciendo alrededor toda la arena que tenía. Más disculpas. Después de lavar tropecientas veces los juguetes y las chanclas conseguimos meterlo todo por fin en la bolsa. Solo quedaba doblar la esterilla. Pues yo creo que había que cogerla por aquí... que no... que en tres círculos... ¡Madre mía hasta que la doblamos! Y por fin nos fuimos a casa, para descanso del personal.
Yo creo que en el desembarco de Normandía no llevaban tanto material como llevábamos nosotros.