14 de diciembre de 2014

El legado de Shenay (Cap. IV)




Capítulo IV

Descubriendo la ciudad


 Nuestra primera visita teníamos previsto que fuera a la Plaza Eminönü, por lo que pedimos al recepcionista que nos facilitara información sobre cómo llegar hasta allí; nos explicó  dónde teníamos que coger el Tünel, una especie de metro que salva el desnivel entre la plaza donde nos encontrábamos y el mar. Al estar situada la ciudad sobre colinas es la mejor forma de moverse por ella, siempre que no se quiera uno cansar subiendo y bajando cuestas. Pero antes, nos fuimos a dar una vuelta por la calle Istiklal, que estaba allí mismo.


—¿Has traído tu agenda para anotar todo, absolutamente todo del viaje? ―Ángela no viajaba nunca sin su Moleskine y, bolígrafo en mano, recogía todo tipo de información y anécdotas. Le gustaba pasarlo después a un cuaderno de viajes que tenía, para así recordarlo una y otra vez.
—Sabes de sobra que sí. Y bien que te gusta luego preguntarme cosas de las que ya no te acuerdas, porque lo tengo todo anotado.
—¿Te he dicho que te quiero?
—Hace por lo menos diez minutos que no.
A pesar de haber comido algo en el avión teníamos hambre, así que entramos en un local y tomamos unas berenjenas rellenas  acompañadas de ayran, una bebida a base de yogur con mucha espuma, que no estaba mal. ¿Y de postre? En una pastelería encontramos un dulce de leche algo empalagoso, pero riquísimo, que nos comimos allí mismo antes de seguir andando un poco por la calle Istiklal.


—¡Los puestos de helado! Mi hermana me habló de lo espectacular que resulta ver a estos chicos servir los cucuruchos. Vamos a esperar, que parece que ese niño está pidiendo uno y así lo puedo fotografiar.
El helado de Marás era una pasta muy elástica que en manos del heladero iba y venía, subía y bajaba, entraba y salía del cucurucho como si tuviera vida propia, al compás de una campana. Todo un show del que son expertos, y que nos divirtió.
Montamos en el Tünel y en cinco minutos estábamos en la parada de tranvía de Kabatas; sacamos un jeton en la máquina y nos metimos en el primero que llegó. Sabíamos que en Estambul solo hay una línea de tranvías, lo que facilita bastante el transporte. Atravesamos el Puente Gálata que se veía repleto de pescadores, cuyas cañas se alineaban a lo largo de la barandilla; como en este punto se cruzan las aguas del Bósforo, las del Cuerno de Oro y las del Mar de Mármara, hay aquí mucha pesca y los habitantes de esta ciudad aprovechan para comer gratis pescado fresco o, en algunos casos, venderlo.


Bajamos en la parada Eminönü y nos metimos por el paso subterráneo, repleto de tiendas de ropa y de recuerdos de Turquía.
—Estos deportivos son de marca. ¡Mira! Tienen un precio estupendo.
—Ángela de mi corazón, no me apetece empezar ya a regatear. Mejor vamos primero hacia la plaza.
—Lo del regateo creo que es una de las peores cosas que voy a llevar. Eso te lo voy a dejar a ti. ¡Cuidado con las escaleras! Hay tanta gente que apenas se ven.
Era una marea humana la que se dirigía a la Plaza  Eminönü, por en medio de un montón de tiendas que a ambos lados pregonaban su mercancía, al tiempo que sonaban las bocinas y las músicas de cientos de juguetes funcionando, para atraer a los compradores. Nos sumamos a la masa de gente, saliendo por fin del subterráneo que nos resultaba agobiante. Estábamos en la parte más concurrida de Estambul. A la izquierda vimos unas escalinatas y nos sentamos en ellas para contemplar la plaza con tranquilidad; queríamos observar los muchos ambientes que nos ofrecía. Desplegamos el plano que llevábamos para situarnos correctamente y decidir lo que queríamos hacer esa tarde.


Estambul es la única ciudad en el mundo cuyo territorio se encuentra entre dos continentes: Europa y Asia. En la parte europea se ubica la ciudad vieja donde se sitúan la mayoría de los monumentos, y la nueva, separadas ambas por una ría muy profunda llamada El Cuerno de Oro, cuyas aguas, al llegar al Mar de Mármara se juntan con las del Estrecho del Bósforo, uniendo este con el Mar Negro. Al otro lado del estrecho se encuentra la parte asiática de Estambul, donde ahora vive la mayoría de la gente que llega a la ciudad, procedente de otros puntos de Turquía y del extranjero.


—¡Dios mío, Tomás! ¡Qué cantidad de gente!
—Es que en esta ciudad viven dieciséis millones de personas, que se dice pronto, y este es un punto neurálgico importantísimo.
Aquí está el puerto principal, y los ferrys navegan hacia diversos destinos; constantemente van y vienen  para la parte asiática trasladando a gran cantidad de personas, y al lado se sitúan los embarcaderos, cuyos barcos realizan los paseos por el Bósforo. De aquí parten los que van a las Islas Príncipe o los que recorren el Cuerno de Oro. También en este lugar de la ciudad se encuentra la estación de autobuses, que llegan a todos los barrios de Estambul.
—Ya sé que hemos dejado para el último día el paseo por el Bósforo, pero me están entrando unas ganas locas de que nos vayamos ahora —insinué sin mucha esperanza de que a ella le pareciera bien.
—La verdad es que no es mala idea —qué extraño. Mi mujer cambiando de planes―. Hace un día maravilloso y se tiene que ver muy bien la puesta de sol desde la parte asiática.
Nos dirigimos hacia el muelle y enseguida nos abordaron algunas personas ofreciéndonos de forma privada el paseo, pero Ángela tenía claro cuál debíamos tomar. Queríamos hacer el trayecto que iba solo hasta el segundo puente, de aproximadamente una hora y media. Había otros  de seis horas de duración que llegaban hasta el Mar Negro, pero era muy tarde y pensamos que quizás otro día podríamos hacerlo.
—Tenemos que buscar la caseta que pone Bogaçi Turlary… o algo así ¡Ahí está! —y llegamos a tiempo.
Estaban a punto de zarpar, pero esperaron a que sacáramos los billetes y embarcamos a toda prisa. Tal como nos habían aconsejado, nos colocamos a babor porque recorría primero la margen izquierda y luego la derecha, con lo cual teníamos asegurada una posición excelente para hacer las fotos, tanto a la ida como a la vuelta. Refrescaba y tuvimos que ponernos las chaquetas que Ángela había echado en las mochilas por si las necesitábamos.
Cuando el barco salió por debajo del Puente Gálata pudimos ver a nuestra derecha la colina del Serrallo, con Topkapi, y las mezquitas de Sultanahmet. La Torre Gálata la teníamos a nuestra izquierda. Ya fuera del Cuerno de Oro nos metimos en el estrecho, donde según cuenta la leyenda tuvo lugar el Diluvio Universal; el Bósforo se formó más o menos 5.600 años a.C. y todo esto era un valle que se inundó al subir mucho las aguas del Mediterráneo, quedando unido al Mar Negro que por entonces era un lago de agua dulce.
Comenzamos a tomar fotos de los sitios interesantes que veíamos en la parte europea: pasamos por el Museo de Arte Moderno, la Mezquita y Palacio Dolmabahce, la Torre del Reloj…



—No sé cómo será Topkapi, pero este palacio, con esa entrada por el agua y los jardines que se adivinan, tiene que ser digno de ver. No vivían nada mal —estaba entusiasmada por la belleza exterior del edificio, y una y otra vez disparaba su cámara.
—Creo que vivieron en Topkapi hasta finales del siglo XIX, cuando empezó la decadencia del Imperio Otomano. Un amigo de la oficina visitó este y dice que tiene un salón de dos mil metros cuadrados, que para calentarlo necesitan tres días. Aquí residió hasta su muerte Kemal Atatürk.
—Mira, el Museo Naval. Le voy a hacer una foto para mandársela a Antonio, ese marino amigo de tu padre, que seguro le gustará.
—¿Crees que no habrá estado aquí? Viaja mucho y los museos navales se los debe de conocer casi todos. Me apuesto lo que quieras a que sabe más que nosotros de este sitio —el mar fue otra de las pasiones de mi padre, que a pesar de no disponer de barco, tenía amigos con los que salía a navegar de vez en cuando; entre ellos se encontraba Antonio.
Llegamos al puerto de Besiktas y el barco hizo una parada para que se uniera más gente a la excursión. Subieron unas diez personas, todas turistas, pertrechadas al igual que nosotros de cámaras y tomavistas.
Un hombre apareció con una bandeja llena de vasitos de té y lo tomamos mientras gozábamos del paisaje, pero lo que más nos llamó la atención fue que un grupo de gente, que estaba celebrando algo, sacó platos y un bizcocho que partieron y ofrecieron a los que nos encontrábamos cerca de ellos. Incluso uno vino hacia nosotros para ofrecernos un té (chay). Nos pareció un gesto de hospitalidad, que agradecimos mucho.
—El Palacio Çiragan. Ahora es un hotel de cinco estrellas. Ponte ahí, Tomás, que te hago una foto.
—Y esa es la mezquita que está en todas las postales de Estambul, la que se ve debajo del puente.
Era la de Ortaköy, casi metida en el agua con el puente detrás, también llamada Mecidiye. Los sultanes que vivían en el Palacio  Beylerbeyi, que está enfrente, venían a rezar hasta aquí en góndolas.
Nos cruzamos con un enorme petrolero que volvía con su carga procedente del Mar Negro. Son incontables los barcos de este tipo que hacen esta ruta. Pasaba, al igual que nosotros, por debajo del Puente Intercontinental del Bósforo que une Europa con Asia y que conecta los barrios de Ortaköy y Beylerbeyi. Es el noveno puente en suspensión del mundo.
El estrecho es realmente la principal arteria de Estambul. La brisa arreciaba y muy a nuestro pesar tuvimos que meternos en el interior del barco, encaramándonos a la escalera que conducía a la cubierta cuando veíamos algo digno de ser fotografiado. En el bar tomamos otro té, esta vez con “simit”, unos panecillos redondos en forma de rosquilla, con sésamo por encima.
Seguimos nuestro paseo y llegamos a una isleta  que es un centro recreativo propiedad del famoso club de fútbol Galatasaray; además, se veían hoteles lujosos y algunas casas de madera muy típicas de esta zona. Le pregunté a Ángela si eran los yalis porque me había contado que a lo largo del Bósforo, tanto en la parte europea como en la asiática, se alinean grandes mansiones del siglo XIX que pertenecieron a visires, pachás y gente muy influyente. Hay muchos, pero solo noventa y nueve son yalis, debidamente acreditados como residencias antiguas otomanas. Construidos en madera, su mantenimiento también resulta muy costoso porque los tablones se pudren y hay que cambiarlos a menudo. Están consideradas entre las casas más caras del mundo, y ahora mismo dos familias se disputan su pertenencia. Lo más en Estambul, es tener uno de estos yalis.
—Por esta parte no se ven, aunque en la otra orilla hay uno que perteneció a Fethi Ahmet Pasa. Los más lujosos están más allá del segundo puente, que es donde nosotros nos daremos la vuelta, así que habrá que imaginárselos.
—Cariño, por seis millones de dólares te puedo comprar el próximo aniversario, uno de cuatrocientos metros cuadrados para pasar aquí los veranos.
—Sí, porque en invierno debe entrar por el Bósforo un airecillo de Rusia nada agradable. Creo que me gustarán más los de tres mil metros, y lo quiero con el barco en la puerta. ¿Qué son setenta millones de dólares para complacerme?
—No hay mansión por muy grande que sea, que no se merezca mi visira ―le dije mientras la besaba―. Si no existe ese título, ahora mismo lo invento para ti —nos reímos los dos bromeando, pero alucinados del lujo que imaginábamos dentro de esas edificaciones y lo privilegiado de su situación.
Nos acercábamos a la Fortaleza Rumeli, construida por Mehmet II para preparar la toma de Constantinopla. Es uno de los mejores ejemplos de arquitectura militar, edificada estratégicamente en la parte más estrecha del Bósforo para evitar que los bizantinos lo cruzaran, y se hizo para este fin en tan solo cuatro meses. Se pueden ver tres torreones grandes y las murallas que suben por la colina, enlazadas por otros torreones más pequeños. En la parte asiática se encuentra justo enfrente, la Fortaleza Anadoulo.


El paseo que habíamos contratado finalizaba en el segundo puente, y notábamos que el barco comenzaba la maniobra para volver, esta vez por la parte asiática. Aquí fue donde Darío, emperador de los persas, cruzó en el 512 a.C. el Bósforo sobre un puente de pontones al estilo de Venecia, para enfrentarse a los griegos.
—Desde luego, has hecho los deberes, pero después de haber tenido que leer Bizancio, es normal que te sepas la historia de este sitio.
Ahora gozábamos de las bellezas de la parte asiática: Palacio Beylerbeyi, el yali de Fethi Ahmet Pasa… Así fuimos disfrutando de la excursión hasta que llegamos al puerto de Üsküdar, donde habíamos planeado bajarnos para ver la puesta de sol.
—¡Estamos en Asia! Señorita, por favor, ¿puede hacernos una foto a los dos juntos? Es que parece que haga yo solo los viajes —nos entendió sin problemas en inglés y muy amablemente nos hizo unas cuantas―. Gracias, es usted encantadora.
Nos encaminamos hacia la derecha, pasando por un monumento horroroso de Atatürk, hacia Harem.
—Vamos bien de tiempo. Podemos disfrutar sin prisas del paisaje.
Nos habían recomendado ver la puesta de sol desde una tetería que hay frente a la Torre de Leandro. Después de comprobar que esta zona de Estambul era más de gente trabajadora y menos  glamurosa que la parte europea, llegamos hasta las escalinatas cubiertas de alfombras, que era el sitio que andábamos buscando. Nos acomodamos allí, con la parte antigua de Estambul frente a nosotros; pedimos un té y compramos un par de simit a un vendedor ambulante, mientras esperábamos a que bajara el sol.


Frente nosotros estaba la Torre de Leandro, llamada también la Torre de la Princesa, que ha servido de faro, de puesto de aduana o de peaje, y que ahora es un club nocturno. Tiene una leyenda según la cual, aquí se hallaba encerrada una princesa por orden de su padre, para que no se cumpliera el vaticinio que predecía su muerte por la mordedura de una serpiente. Finalmente la serpiente entró en una cesta de higos y la mordió, muriendo la princesa.
Éramos muchos los turistas esperando a que el sol se ocultase por la parte vieja de Estambul, y cuando este empezó a bajar, los disparos de las cámaras se dejaron oír a cientos. El cielo sobre las mezquitas se volvió de un amarillo increíble, mientras unas líneas naranjas subrayaban la gran esfera, que de forma irremediable se sumergía tras la ciudad.
—Tomás, nunca vi un sol tan grande. Mira los reflejos en el agua y el color que ha tomado la Torre de Leandro —dejó su cámara para disfrutar del momento, y nos quedamos hipnotizados ante el rojizo Estambul.
El sol se fue perdiendo y solo quedaban los hilos dorados del agua, que poco a poco también se esfumaron.
—¡Se acabó el espectáculo! Ha sido un acierto venir esta tarde porque hemos disfrutado de la puesta de sol más bonita que hemos visto nunca —le tomé la mano para subir las escalinatas y volver al puerto.
Cogimos otra vez el barco y cruzamos el estrecho rumbo a la Plaza  Eminönü, donde las luces comenzaban a encenderse. Atracamos en el mismo muelle del que salimos y nos propusimos gozar del ambiente tan cosmopolita que nos ofrecía el lugar.
—Esta plaza está llena de vida. Es un constante ir y venir de gente de todo tipo. ¡Observa el atuendo que llevan esas mujeres! —miré hacia donde ella me señalaba y vi que llevaban unos vestidos un tanto raros, al menos para el gusto occidental.
—¡Dios mío, con el calor que hace! ¡Llevan vestidos negros largos de terciopelo! Con mucha amplitud en las caderas, como si tuvieran debajo algún alambre para mantenerlos. Sin embargo, otras van vestidas a la forma occidental, aunque la mayoría llevan pañuelos que les cubren la cabeza. Es curioso también que muchas de ellas se vistan con gabardinas hasta los pies. Y mira ese grupo: tan jóvenes y con túnicas negras.
—Ángela, estás en un país musulmán.
—Ya lo sé, pero he oído muchas veces que Turquía intenta desprenderse de alguna forma, de la etiqueta de país árabe que la sociedad occidental le pone, para lograr la entrada en la CEE, y lo que estoy viendo no es precisamente eso.
—Habrá de todo.
—Sí, pero en esta plaza hay una representación importante de la sociedad turca, y dime cuántas mujeres visten como yo sin que sean turistas. Pocas realmente. Se respira un aire inconfundible a ciudad musulmana.
—Claro, el noventa y ocho por ciento profesa esa religión y es algo que se tiene que notar en el ambiente general.
—Y desde luego que se nota. Reconozco que me he llevado una sorpresa.
—Además, ten en cuenta que estamos en el centro de Estambul, donde seguramente la gente que vemos esté más occidentalizada, como tú dices. Con toda seguridad, si nos metiéramos por barrios menos turísticos, se notaría aún más que estamos en un país musulmán.
El ambiente de Eminönü nos había capturado y a donde quiera que mirásemos nos encontrábamos con montones de luces de colores que animaban la noche de Estambul. La Mezquita Nueva, aupada en sus escaleras, dominaba la plaza abrazándola con sus minaretes, y la de Solimán surgía imponente sobre una colina. El lugar adquiría ahora una nueva perspectiva, y una multitud de pequeños puestos ofrecían a los viandantes su variada mercancía: patatas fritas, cebollas en vinagre, pepinillos, aceitunas, maíz asado, castañas, fruta, té, pistachos, salchichas… y otras muchas cosas totalmente desconocidas para nosotros. Era como una feria. Como si compitieran en adornar con guirnaldas y luces sus carritos ambulantes para que el cliente se sintiera atraído a comprar lo que a voces ofrecían.

El Puente Gálata, por donde habíamos pasado en el tranvía, se nos mostraba ahora ante nuestros ojos mucho más festivo. La parte inferior estaba iluminada por las luces de los restaurantes que ofrecían platos de pescado sobre todo. En un principio pensamos quedarnos allí a cenar y entramos, pero nos agobiamos muchísimo cuando varios camareros salieron a nuestro encuentro pretendiendo que entráramos a cenar en sus locales.
—Señor, señora… ¿Españoles? Balik, pescado bueno a buen precio.
—Míster, pleasse… ¿Inglis? Balik, mezzes… sowh…
—Gracias… Solo estamos paseando.
—¿Una mesa? Aquí, por favor. Pescado fresco.
Antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos sentados en la terraza de uno de los restaurantes esperando la carta. Literalmente nos arrastró el maître, y cuando se metió al interior, Ángela y yo nos miramos; sin mediar palabra nos levantamos rápidamente saliendo de allí. La forma de atraer a los turistas era tan agobiante, que preferimos buscar otro sitio.
Dejamos los bajos del puente y nos vimos  otra vez inmersos en el bullicio de la plaza, divertidos al pensar en la cara que pondría el camarero cuando saliera y no nos encontrara allí.
Entonces vimos los restaurantes de bocadillos. Eran barcos adornados de forma muy recargada con arabescos dorados que, atracados en el muelle, se movían al compás de las olas que formaban las estelas de los ferrys, al pasar junto a ellos. Asaban sin parar caballas abiertas, que servían con ensalada en medio del pan. El restaurante, por llamarlo de alguna forma, constaba de unas mesitas cuadradas que no tendrían más de cincuenta centímetros, alrededor de las cuales había unos pequeños barriles donde se sentaban los clientes; no nos lo pensamos dos veces.


—Ángela, ¿nos quedamos aquí y probamos esos bocadillos?
—No sé si me van a gustar. Seguramente estarán llenos de espinas, pero bueno, probemos.
Nos sentamos alrededor de una de las mesitas y fui a pedir la comida y la bebida. Me habían hablado de que los turcos son muy decididos a la hora de abordar a las turistas, por lo que no le quitaba ojo a Ángela, que sin parar hacía fotos con su cámara queriendo captar todo el entorno. De pronto vi que un hombre se iba derecho hacia la mesa que ella ocupaba y, sin pensarlo, al momento estaba yo allí para protegerla. Cuánto daño ha hecho “La pasión turca” a los maridos españoles, y qué ridículo más espantoso hice yo en ese instante. El hombre se me quedó mirando sin entender mi actitud, cogió un palillo de encima de la mesa y se fue tan tranquilo. Desde ese momento empecé a comprender que el espacio personal del occidental es bastante mayor que el de los turcos, que pasan rozando a la gente con la que se cruzan, o se acercan a la mesa que otros ocupen a coger palillos y servilletas, sin problema alguno. Ángela me miró incrédula por la escena que acaba de presenciar.
—¿Y esto? —había metido la pata de la forma más tonta.
—Lo siento. Creí que iba a importunarte y vine para impedirlo. Además, mi cámara estaba encima de la mesa y podría haber sido un ladrón —traté como pude de arreglar la cosa.
—Tomás, no hagas más el ridículo y por favor trae los bocadillos.
El camarero me entregó los dos paquetes con la bebida y sentí que se reía de mí con sus colegas. Aunque hablen en turco, eso se nota, y en esos momentos hubiera querido desaparecer.
Ya más tranquilos nos sentamos y dimos cuenta de esas caballas que estaban riquísimas; Ángela protestó algo por las espinas, así que me tocó quitárselas. Se estaba bien allí y el chiringuito se llenó de gente. Un hombre delgado y de mediana edad nos dijo por señas si podía compartir nuestra mesa ¡La de cincuenta centímetros! Y claro, le dijimos que sí. Se sentó en uno de los barriles con su bocadillo envuelto en papel de estraza y entonces  llamó al chaval que tenía uno de los puestos de encurtidos, pidió una ración y se la llevaron allí en un vaso de plástico. En turco y por señas, nos hizo ver que era para los tres, así que comimos con él los pepinillos y las cebollas en vinagre. Todo el tiempo pasaban niños vendiendo toallitas, no sabíamos para qué, y el hombre nos ofreció de su paquete cuando terminamos de comer. ¡Claro! La cosa era bien simple: nuestras manos olían a caballa y era costumbre pasarse las toallitas después de comerlas. Lo hicimos y, ya libres de ese olor tan fuerte, nos fuimos a buscar una tetería donde tomar un buen té y fumar una pipa.
—Ahí está la parada del tranvía, pero si quieres podemos coger un taxi. Preciosa mía, lo que tú decidas.
—Pero qué cursi te has vuelto. Mejor lo cogemos a la vuelta, para que nos deje ya directamente en la puerta del hotel. ¿Vamos a la del cementerio?
—Podemos probar y, si nos gusta, otro día repetimos.
De nuevo nos montamos en el tranvía, pasando por la estación Sirkeci donde se rodaron escenas de “Asesinato en el Orient Exprés”, por Sultanahmet y otras, bajándonos finalmente en la parada de Beyazit junto al Gran Bazar. Un poco más atrás vimos la entrada a un pequeño cementerio; al fondo se encontraba la antigua medresse de una mezquita cercana, en cuya entrada estaba escrito el nombre de la tetería: Corlulu Ali Pasa Medresse.
Era el sitio que buscábamos y que nos habían recomendado algunos de nuestros amigos. Lo primero que notamos fue el olor dulzón de frutas que emanaba de los tés y las shishas; estábamos en un patio con mesas ocupadas por turistas, y también muchos turcos, tomando té y fumando pipas de agua. Decenas de cojines cubrían sillas y banquetas, en los suelos había alfombras, y pequeñas lámparas de colores colgaban del techo. El ambiente era muy relajado. Como fuimos un poco tarde ya no tuvimos sitio en el patio, así que pasamos al interior, pero cuando íbamos a sentarnos apareció un camarero.
—Señores, si prefieren sentarse en el patio pueden hacerlo junto a otras personas —nos chocó bastante. Otra vez el ejemplo de los turcos compartiendo su espacio.
—Sí, claro. Ningún problema.
—Síganme, por favor.
Junto a una tienda donde se vendían alfombras y artículos para las shishas, en una mesa conversaban dos hombres que, cuando nos vieron llegar, amablemente nos hicieron sitio para que pudiéramos sentarnos junto a ellos, con toda naturalidad. Después de las presentaciones nos aconsejaron tomar un té de manzana y fumar una pipa corta, aproximadamente de dos horas, pues era muy tarde para nosotros, teniendo en cuenta el día tan ajetreado que habíamos tenido.
—¿Es la primera vez que vienen a Estambul? ¿Cuánto tiempo piensan quedarse? —el que hablaba era el más joven.
—Sí, es la primera vez y nos vamos a quedar cinco días, aunque el último se nos va a pasar en el viaje, así que más bien cuatro —los dos turcos nos miraron extrañados.
—Es muy poco tiempo. Estambul tiene muchas cosas que ver, y en tan pocos días dudo mucho de que tengan tiempo para visitarlas. Ahí viene el camarero.
Traía en una mano la bandeja con los tés y en la otra la pipa. Mientras la preparaba seguimos conversando con los dos hombres, que cuando se enteraron de que éramos españoles, se deshicieron en atenciones con nosotros.
Elegimos para fumar sabor a regaliz; una vez el agua en el depósito, puso en la cazoleta un puñado de tabaco mezclado con melaza, lo cubrió todo bien con papel de plata para que no se escapara nada, le hizo con un palillo de dientes unos agujeros y colocó sobre él el carbón. Esperamos un poco y, siguiendo los consejos de nuestros acompañantes, empezamos a fumar la shisha, todo un ritual aquí. El ambiente, la música, el humo, el aroma y la agradable conversación, contribuyeron a que el tiempo se pasara casi sin darnos cuenta. Antes de marcharnos nos dieron su teléfono por si necesitábamos algo, y nos aconsejaron visitar otras teterías de Estambul, menos conocidas por los turistas, pero también muy agradables. Les invitamos a otro té y compramos de la tienda una pipa con todos los accesorios y varios tipos de tabaco,  para llevárnosla a Madrid.
Salimos a la calle parando el primer taxi que pasó por nuestro lado.
—Buenas noches. A la Plaza Taksim, por favor.
Al final del trayecto saqué cincuenta liras y se las di al conductor para que me cambiara, pero ante mi asombro me mostró un billete de cinco, advirtiéndome que faltaba dinero.
—Ángela, estoy seguro de que le he dado cincuenta liras.
—Pues está claro que te has equivocado. Págale lo que falta y vámonos ya, que estoy muerta.
—Te juro que le he dado cincuenta.
Me fastidió mucho que Ángela no tomara en consideración mis palabras, pero eran dos contra mí y decidí no seguir con la discusión. Pagué al taxista lo que me pidió y, muy mosqueado, abandoné el taxi.
Las luces de la plaza alumbraban el devenir de los turistas, ávidos de fiesta, música y diversión. Grupos de extranjeros planeaban dónde pasar las horas nocturnas en esta ciudad que tantas cosas les ofrecía, y que podía colmar las apetencias de jóvenes y mayores. Desde las discotecas más novedosas a los clásicos espectáculos de música turca.
Pero nosotros estábamos tan cansados, que lo único que nos apetecía era darnos un baño relajante, y quedarnos tranquilamente viendo los folletos turísticos que nos habían facilitado en el hotel. Cuando el recepcionista nos vio llegar, no entendía que desaprovecháramos el tiempo yéndonos a la cama tan pronto. ¿Tan pronto? Eran casi las dos de la madrugada. ¿Pero alguien duerme en Estambul?
Ángela se quitó los zapatos en el ascensor exhalando un suspiro de alivio.
—Ya te dije que te pusieras unos deportivos… pero…
—¡Pero no me ha dado la gana! ¿Acaso te duelen a ti mis pies? Por favor, Tomás, no estoy para sermones. Y mañana me pondré los que quiera, como si me pongo unos esquíes.
—Pues mira, pensándolo bien nos sacaríamos una pasta porque todo el mundo querría fotografiarse contigo. Es broma, ven aquí.
Justo cuando la estaba abrazando, se abrió el ascensor y apareció ante nosotros un hombre cejijunto con un gran bigotazo que, sonriendo, nos cedió el paso.
Menos mal que a ella no le gustaban los turcos.
Las maletas seguían en la cama sin vaciar, pero estábamos tan cansados que las hicimos a un lado sin más. Solo sacamos la ropa de dormir, las bolsas de aseo y los folletos. Luego, nos echamos tranquilamente sobre la colcha.
—Creo que hemos aprovechado muchísimo nuestro primer día en Estambul. La de cosas que hemos visto hoy. ¡No me mires tan socarrón! Si no lo hubiéramos llevado todo preparado, habríamos desperdiciado un tiempo valiosísimo, y con los pocos días que vamos a estar aquí no nos lo podemos permitir.
—Mira, sé que no voy a convencerte, pero yo me habría quedado en Üsküdar  echado en aquellas alfombras, hasta que hubiera anochecido por completo; me habría gustado quedarme allí con un paquete de pipas en la mano, sin otra cosa mejor que hacer que mirar los minaretes de las mezquitas al otro lado del mar.
—Pero no hemos venido a eso. El mar es el mismo aquí que en cualquier otro sitio; sin embargo, hemos disfrutado de experiencias desconocidas para nosotros. Pero si quieres, mañana podemos relajarnos en algún sitio que a ti te apetezca… siempre que también me apetezca a mí.
—Hasta mañana, turoperadora —me tiró una almohada a la cara, sonrió y no tardó en quedarse dormida.