8 de diciembre de 2014
El legado de Shenay (Cap. III)
Plaza Taksim
Capítulo
III
Ya hace más de un mes desde que murió
mi padre y definitivamente he abandonado mi etapa de detective, que dicho sea de
paso, no me pegaba nada. No soy persona de meterme en líos y este se presentaba
muy gordo. He hecho todo lo posible por encontrar una razón a la moneda, a la
caja, a las palabras de mi madre, al comportamiento de mi padre…, pero
finalmente me he rendido a la evidencia de que no hay nada detrás de todo este
embrollo.
Quizás tenga razón Ángela y todo sea fruto de la imaginación de algún
fanático o de la sugestión de mamá; sin embargo, su actitud fue bastante
extraña, aunque dada la situación tan difícil que está atravesando, tampoco hay que tomar a pie juntillas lo que
dijo sobre este tema. Estoy decidido a darle a Ángela la moneda para que haga
con ella lo que quiera. O mejor, yo mismo la llevaré a un joyero para que la
engarce en un colgante y se la regalaré la semana que viene, que es la fecha de
nuestro aniversario. Al final, las mujeres siempre se salen con la suya.
Por fin llegó el día y procuré
esmerarme. Ángela había sido para mí la salvación de la rutina en que se había
convertido mi vida, que poco a poco ella fue llenando; se me hizo
imprescindible su presencia, su olor, sus ganas de vivir, su sensatez mezclada
de explosiva locura, su risa, su complicidad, su cuerpo, que era capaz de
auparme a la luna cuando lo acariciaba. La abordé cuando iba de la cama a la
ducha, pero haciéndome un quiebro me guiñó un ojo de forma pícara y se
escabulló, dejándome con la sábana en la mano mientras ella corría desnuda
hacia el baño.
La vi salir con el pelo recogido y
una toalla que apenas la cubría. No lo pude evitar y toda mi maquinaria
masculina se puso en marcha. Me miraba divertida con una mueca guasona y vino
hacia mí soltándose lentamente el nudo de la toalla, dejando a la vista unos
pechos perfectos.
—Sabes que me vuelves loco, Madame
Pompadour.
—¿Por qué me llamas así? A mí no me
pone nada Luis XV —argumentó entre risas.
—Las copas de champán se hicieron a
la medida de sus pechos, y los tuyos son iguales de bonitos —le dije mientras
pasaba mi lengua por ellos.
—Te noto un poco acalorado. Anda… ven…
que te voy a quitar algo de ropa para aliviarte…
Y lo decía con una voz susurrante,
soltando al tiempo de forma pausada la cinta que sujetaba mi pantalón del
pijama, que sin oponer resistencia se deslizó hasta el suelo. Estaba sudando y
mi piel húmeda comenzaba a juntarse con la suya, resbalando ambas en una
cadencia de movimientos que nuestras manos se empeñaban en acompasar. La besé,
oh Dios mío, como un poseso, mientras ella me ofrecía su lengua que saboreé pausadamente,
recreándome en cada segundo. Su pelo mojado se enredó entre mis dedos al tiempo
que con mi pierna abría sus muslos, que sin oponer resistencia, se acoplaron a
los míos.
Pasé mi brazo por su cuello, y ella
se cobijó en mi pecho descansando. La encontré preciosa.
Me levanté y fui a la cocina a
preparar el desayuno. Mi regalo estaba dispuesto, pero deseaba saber la
sorpresa que ella tendría para mí. Preparé el café, el zumo, hice unos huevos
revueltos, tostadas… Teníamos que reponer fuerzas después de tanto gasto de
energías.
—¡Felicidades, cariño! —le dije
cuando la vi entrar en el comedor.
—Con tanto trajín creía que se te
había olvidado. Gracias, mi amor… ¡No me lo puedo creer! Mmm… cómo huele de
bien, y qué rico todo. Te quiero, mi detective particular. Haz gala de tus
dotes y adivina cuál es mi regalo.
—No tengo ni idea, pero me temo que
tú ya sabes lo que hay dentro de esta bolsita. ¡Feliz aniversario!
—No era necesario envolverla tanto,
Señor Poirot —se reía feliz―. ¡Por fin eres mía, cajita misteriosa! A ver, a
ver… ¡Es precioso! —exclamó mientras miraba entusiasmada la moneda, engarzada
en una espiral de plata―. Gracias, cariño. Verdaderamente estoy sorprendida por
la belleza de este colgante. Te quiero.
Y me besó con dulzura.
—Bueno, ahora toma el mío. Espero que
te guste.
—¿Un sobre? Hmmm… Señora Fletcher, no
se me ocurre qué pueda ser —lo abrí con parsimonia para su desesperación y
saqué otro sobre alargado―. ¡Dos billetes de avión! —lleno de curiosidad leí el
destino― ¡Imposible! ¿Para Estambul?
—Hemos hablado tanto de ella que me
han entrado ganas de conocerla, aunque el día que vayas a Eyüp yo me quedaré
esperándote en un sitio más alegre. Paso de tumbas.
—Ángela, eres increíble —la cogí en
brazos y giré con ella hasta que besándonos caímos los dos sobre la mesa.
Habíamos pedido el día libre en el
trabajo para poder levantarnos tarde, desayunar con tranquilidad y gozar de una
jornada solo para nosotros. La mañana la pasamos planificando el viaje, que era
la especialidad de Ángela, y cuando se acercó la hora de comer, lo hicimos en
un restaurante brasileño; comimos
excesivamente, como siempre sucede en estos sitios, y luego fuimos al cine. Por
la noche preferimos cenar tranquilamente en casa, pero antes de irnos a la cama
nos bebimos una botella de cava muy frío, para celebrar por todo lo alto los
dos años de casados. Después de los brindis, festejamos esta fecha de una
manera apasionada y feliz.
¡Dos pasajes a Estambul!
Me parecía mentira. Íbamos a pasar
cinco días en la ciudad que me había dado tantos quebraderos de cabeza. Las
fechas de los vuelos estaban abiertas, así que decidimos hacer el viaje en mayo para no pasar mucho
calor. Ahora tocaban los preparativos. Yo soy de coger la ropa en una mochila y
marcharme a la aventura, pero ella tiene que tener controlado hasta el último
detalle, lo cual no es garantía de que su modo de viajar sea mejor que el mío,
pero ya que la idea había sido suya, respeté su forma de hacer las cosas.
—Mi hermana Martina estuvo de viaje
de novios en Estambul y seguramente nos podrá aconsejar qué zona es la mejor
para coger el hotel.
—Tampoco hagas mucho caso de tu
hermana, que con el marido tan pijo que tiene, lo mismo se hospedaron en una
suite del Pera Palas.
—No seas exagerado. Si en realidad no
es para tanto, lo que pasa es que mi hermana antes muerta que reconocerlo. Es
capaz de comer y cenar bocadillos con tal de no bajar un escalón su estatus
social, que más bien son los suegros los que se encargan de mantenerlo.
—Vale, pues cuando la veas le preguntas.
Yo también se lo comentaré a un compañero de trabajo que estuvo allí el año
pasado, en las mismas fechas que vamos a ir nosotros.
—Otra cosa que podemos hacer es pedir
información en la Oficina de Turismo de Turquía, la que hay en la Plaza de
España. Lo que nos digan será de primera mano y seguramente más fiable —ya
estaba Ángela controlando el tema de forma metódica y, aunque me doliera
reconocerlo, eficaz.
A los pocos días teníamos en el buzón
un sobre con un plano de Estambul, un DVD y un folleto con las cosas más importantes
que debíamos saber antes de emprender el viaje: direcciones útiles,
documentación necesaria, seguridad, horarios, palabras y frases en turco que
nos podrían ser de utilidad, teléfonos de comisarías y hospitales, fiestas,
transportes, monumentos… casi todo lo que nos hacía falta estaba allí.
—Tenemos que estudiar bien la ropa
que vamos a llevarnos porque en mayo lo mismo puede hacer calor que frío, y más
vale que vayamos preparados —esta frase ya me la conocía de otros viajes, y
como siempre, volveríamos con la mitad de la ropa sin usar en la maleta. No
quería pensar que alguna vez nos hiciera falta y no la tuviéramos por haber
puesto yo algún pero. A mí todo me daba lo mismo, mas ella necesitaba ir
“preparada”.
—Podemos llevar una maleta pequeña
con ropa, por si, y si no nos hace falta pues no la abrimos y listo —no me pareció
mal la idea. Al menos, parte del equipaje no habría que ponerlo en el armario
del hotel, que siempre se nos quedaba escaso.
Elegimos zapatos cómodos. Bueno, es un
decir, porque eso lo elegí yo, que eché unos deportivos y unos todo terreno
bastante usados para no tener problemas en los pies. Ella puso sus deportivos
para las caminatas, sus manoletinas para descansar de los deportivos, sus tacones
de diez centímetros por si salíamos de noche, sus zapatos de tacón más bajo que
según ella los llevaba como zapatillas, sus sandalias por si hacía calor, sus
zapatos cerrados por si llovía… La palabra clave en nuestros viajes siempre era
la misma: por si.
—Ángela, tendríamos que informarnos
sobre la Tarjeta Sanitaria Europea. Estambul está a caballo entre Europa y Asia,
y no sé si nos vale o no —confieso que lo ignoraba.
—Pero se supone que Turquía no
pertenece a Europa, luego está claro que no sirve —aquí se marcó ella un tanto.
—Touché, mon amour. Menos mal que tú
estás en todo —juro que lo dije de corazón.
—¡Otra cosa! Se nos ha olvidado
incluir en la maleta un pequeño botiquín con las cosas más necesarias, para no
tener que andar a las primeras de cambio buscando farmacias —yo creía que se
habían acabado los por si, pero todavía nos quedaba este.
—Es verdad. A ver, déjame pensar:
unas pastillas para la migraña, antibióticos, paracetamol, antidiarreicos,
tiritas, gotas para los ojos, desinfectante, protector de estómago…
—Me estás dejando alucinada. La lista
es perfecta —era un elogio esperado y me sentí como un niño al que felicita el
profe después de resolver un problema en la pizarra, mas confieso que de haber
ido yo solo, no habría pasado de llevar en la mochila un par de aspirinas. Mis
por si estaban muy lejos de los suyos.
—Es que a veces subestimas el marido
que tienes.
Me habría gustado que ella me
halagara un poco más, pero debió de parecerle suficiente y pasó sin más a otra
cosa.
—He hablado con Martina y me ha
aconsejado que cojamos el hotel por la Plaza
Taksim, que es la parte nueva y hay más ambiente por la noche. Me ha
dicho que la zona de monumentos es buena porque nos coge cerca de todo, sin
embargo, al anochecer se queda bastante sola.
—¡Ahora que caigo! Mi hermano y
nuestra querida cuñada estuvieron en Estambul hace tres años, pero no llegaron
a comentarnos casi nada, solo que lo pasaron bien.
—Pablo y Sandra son de esas personas que
jamás disfrutarían aunque los invitaran al mismísimo cielo. Mejor ni les
decimos que nos vamos.
A los pocos días ya teníamos hecha
nuestra reserva en un hotel de la Plaza Taksim, tal como Martina nos había aconsejado.
Poco a poco nuestro proyecto de viaje fue tomando forma y disfrutamos muchísimo
con los preparativos. Devorábamos cualquier información sobre Estambul que
cayera en nuestras manos, y en pocos días, habíamos llenado una carpeta con
todos los folletos que encontramos y las indicaciones que creímos necesarias
—Bueno, Tomás, pues yo creo que ya
está todo —no me podía creer que la lista tocara a su fin.
—¿Tú crees? Repasa, repasa… que a lo
mejor nos olvidamos de algo importante.
—Creo que hablas
con un poco de retintín —me lanzó esa mirada asesina que a veces me dedicaba en
momentos tensos, que por suerte eran los menos; sacarla de sus casillas me daba
cierto morbo.
—En absoluto. Me siento feliz de
tener a mi lado una persona que esté en todo como tú. Ya sabes que soy un
desastre para estas cosas —uf, desapareció ese destello maléfico de sus ojos y
volvió a ser mi dulce Ángela.
El día anterior a nuestra marcha
fuimos a comer con mi madre. Solíamos ir a visitarla más o menos una vez por
semana, y conforme pasaban los días notábamos, que lejos de encontrarse mejor,
echaba de menos cada vez más a mi padre. Al principio, entre familiares y
amigos que procurábamos distraerla y alejarla de las penas, se sentía muy
acompañada, pero poco a poco la verdad de la casa vacía se fue haciendo más
presente y su soledad también. Sobre todo las tardes le resultaban interminables,
así como las noches. Dejó la alcoba tal como estaba y decidió dormir en otra de
las habitaciones de la casa, donde se puso un rincón de lectura y una
televisión. No nos pareció buena idea, pero al fin y al cabo era ella la que
tenía que vivir allí.
Antes de la comida nos sentamos en el
salón y le hablamos de todos los preparativos que habíamos hecho antes del
viaje, del hotel, de las cosas que nos gustaría ver y hacer en la ciudad…
—¿Dónde habéis dejado la moneda? —dijo de pronto.
Nos quedamos de piedra. No le
habíamos dicho que estaba engarzada en un colgante por temor a sus paranoias, y
mucho menos que estaba dentro de la maleta que llevaríamos a Estambul.
—Julia, no te preocupes por nada —la
tranquilizó Ángela.
—Imagino que la habréis guardado en
un lugar seguro —la seriedad de mi madre no dejaba dudas en cuanto a la
importancia de sus palabras.
—Por supuesto, mamá. No tienes de qué
preocuparte —afirmé, guiñándole a mi mujer el ojo para que me siguiera el
juego―. ¿Qué has preparado de comer?
Ángela respiró profundamente. La
situación se había puesto tensa y era mejor cambiar de conversación y pasar
directamente a la comida.
—Os he hecho canelones, que os gustan,
y una tarta de queso con arándanos ―eran las dos cosas que a mi madre mejor le
salían y agradecí, después del soponcio que nos habíamos llevado, que el tema
derivara por otros derroteros.
—Es un poco pronto, pero podríamos
comer ya. Me llega el olorcillo que sale del horno y no puedo resistirme —pensé
que hablando de la comida no volvería a tocar el tema de la moneda.
Pasamos al comedor donde estaba ya
dispuesta la mesa y dimos buena cuenta de todo lo que mamá había preparado. Las
preguntas de rigor por parte de Ángela sobre ingredientes y demás asuntos
culinarios, que realmente le importaban muy poco, y las respuestas de mi madre
como si de una cátedra se tratara, llenaron el tiempo. Durante el café, mamá se
quejó de que tanto mi hermano como su mujer no llamaran para interesarse por
ella; ese había sido siempre su comportamiento, pero ahora le causaba más pena
por las circunstancias que estaba atravesando, así que prometí hablar con él para
decirle que salíamos de viaje, y pedirle de paso que de vez en cuando la
llamara.
Esa noche marqué el teléfono de Pablo
y cuando hablé con él me pareció más cercano que otras veces. Su humor había
mejorado bastante, mostrándose más dispuesto a las confidencias que tiempo
atrás. Le dije que al día siguiente volaríamos a Estambul, y me habló de cuando
ellos estuvieron allí: que Sandra se puso mala del estómago debido a las
especias de las comidas, que los turcos eran gente muy amable, y que le parecía
bien el sitio donde habíamos cogido el hotel, coincidiendo con Martina en que
para la noche era la mejor zona. Asimismo nos aconsejó que nos saliéramos de
los circuitos turísticos, para conocer mejor el auténtico Estambul, que
anduviéramos por sus calles tranquilamente, solo por el placer de recorrerlas y,
sobre todo, que no nos perdiéramos la puesta de sol desde Üsküdar. Cuando le
dije lo de mi madre, me prometió llamarla más a menudo. Me comentó además que
tenía que hablar conmigo, pero que como no era importante ya lo haríamos a la
vuelta.
Todo estaba preparado. Nos acostamos
temprano ya que el taxi vendría pronto a buscarnos, pero nos costó mucho coger
el sueño. Este viaje no era como los anteriores porque la curiosidad que en nosotros
había despertado Estambul, y todo lo que previamente habíamos conocido de ella,
nos hacía estar ansiosos por descubrirla.
Bien temprano estábamos ya en el
aeropuerto buscando el mostrador de facturación, con dos maletas grandes y las
de cabina, además de dos bolsos a reventar. En una ventanilla de cambio nos
aprovisionamos de liras turcas para los primeros gastos; alguien nos aconsejó
no coger muchas porque en Estambul había oficinas de estas por todas partes.
Aproximadamente una lira turca equivalía a cincuenta céntimos de euro, así que
nos sería muy fácil calcular los gastos. Pasamos un control de seguridad muy
estricto, en el que unas minúsculas tijeras de manicura trajeron de cabeza al
policía y a nosotros, hasta que por fin aparecieron, y nos dirigimos a una sala
donde pacientemente esperamos a que nos llamaran. Lo de pacientemente es un
decir porque estábamos de los nervios. Como el avión se retrasó, sacamos para
entretenernos el plano que nos habían mandado de la Oficina de Turismo de
Turquía; una vez más, aparte de las cien mil que ya lo habíamos hecho,
estuvimos decidiendo dónde ir, dónde comer, dónde… ¡Todo previsto! Creo que
Ángela ya se conocía Estambul sin haber estado nunca allí.
—Cada vez creo más en la
reencarnación —le dije en tono de burla.
—Luego dices que yo paso rápidamente
de una conversación a otra. ¿De qué hablas?
—Estoy seguro de que tú has hecho ya este
viaje; de no ser así, no puedo entender que te muevas por el plano como si ya
hubieras pateado la ciudad —era cierto. A mí me asombraba que en tan poco
tiempo de preparación supiera tantas cosas, algo que me gustaba, pero que a la
vez me fastidiaba porque le quitaba emoción al viaje, haciéndolo todo mucho más
previsible.
—Mira Tomás… Antes de visitar un
sitio hay que informarse bien para disfrutar plenamente de él y no hacer como
muchos turistas: se compran en la tienda guiri de turno el libro de la ciudad y
lo leen en su casa a la vuelta del viaje, perdiéndose así cosas interesantes,
que de haber sabido que existían, las habrían visto in situ.
—Amén —no tenía nada que objetar. ¿O
sí?
La idea que yo tenía de viajar
difería mucho de la de ella. Yo quería meterme entre la gente, oler sus olores,
comer sus comidas alejadas de los restaurantes turísticos, dejarme sorprender
por escenas cotidianas e ir descubriendo yo mismo la ciudad, sin
planificaciones previas que condicionaran el tiempo que podría estar en un
sitio u otro. Seguro que así me quedarían muchas cosas por ver, pero no me
cabía duda de que disfrutaría más del viaje.
—¡Eres como un niño!
Por fin dieron aviso de embarque y
tarjeta en mano entramos en el avión de líneas turcas, donde una azafata nos
dio amablemente la bienvenida en inglés. Después de tres horas y media en el
aeropuerto teníamos hambre, y el olor a pollo asado que salía de algún sitio
del avión, activó nuestros jugos gástricos. Ángela me hizo notar los rostros de
facciones duras de las turcas, que tienen los ojos grandes, una boca amplia y
carnosa, y nariz prominente que no suaviza precisamente sus rasgos. Son guapas,
pero duras. También me comentó la mirada tan atrayente de los turcos y yo le
apostillé entre bromas lo mal que lo había pasado Ana Belén en esta ciudad.
—¿Pero qué dices? —sus carcajadas
contradecían mi opinión―. Lo empezó a pasar mal después de habérselo pasado
pero que muy bien; luego se desengañó, aunque te confieso que a mí no me gustó
nada la película.
—Prometo que yo no te desilusionaré
nunca, así que no tendrás necesidad de mirar a los ojos a ningún turco —le
seguí la broma.
—Vaya, me dejas mucho más tranquila.
Los motores se pusieron en marcha y
el avión avanzaba lentamente dirigiéndose a la pista señalada por la torre de
control. Nos abrochamos los cinturones y empezamos a notar en el estómago ese
cosquilleo previo al despegue. Acelerábamos cada vez más y…
¡¡Arribaaaaa!! Estábamos en el aire
volando hacia Bizancio, Constantinopla, Estambul, Islambul… ¡Nos daba igual!
Hacia la ciudad mágica que todos desean conocer. Nosotros teníamos solo cinco
días para disfrutarlos en este lugar, y los pensábamos aprovechar al máximo.
Detrás de nosotros se sentó una
pareja con un niño de aproximadamente seis años, que al principio nos cayó muy
bien por la conversación que mantenía con los padres, impropia para su edad ,
pero que a las dos horas de oírlo nos tenía ya hartos .
—Si alguna vez tenemos un hijo así,
te autorizo como madre de la criatura, a que le pongas un bozal antes de
sacarlo a la calle. ¡Por Dios, qué niño más repelente!
—Tomás, por favor, baja la voz que te
van a oír.
Durante el vuelo tuvimos ocasión de
ojear las revistas que había en nuestros asientos, con imágenes de los
distintos sitios turísticos de Turquía: Cappadocia, Éfeso, Pamukkale, Ankara y
por supuesto Estambul. Algún día tendríamos que visitar estos lugares de los
que tan bien nos habían hablado, pero ahora nos teníamos que centrar en este. Nos
trajeron de comer pollo asado, con los granos de arroz más grande que habíamos
visto nunca, ensalada y postre. El exceso de especias nos hizo comer más bien
poco. Quisimos practicar algo de turco, dado que nos habíamos empeñado en
aprender, sin embargo, ni nosotros las entendíamos ni ellas se enteraban de lo
que les decíamos. El idioma turco tiene una pronunciación muy especial y no es
nada fácil.
Después de cuatro horas aterrizamos
en el aeropuerto de Atatürk. Al llegar a la terminal, lo primero que tuvimos
que hacer fue pagar el visado que nos daba derecho a entrar en el país y, una
vez realizado este trámite, nos dirigimos a recoger nuestro equipaje.
Habíamos reservado un servicio de transfers
para trasladarnos al hotel, y allí estaba el señor con nuestro nombre en el
cartel esperándonos. Estambul se encuentra a veinte kilómetros del aeropuerto,
que no se nos hicieron largos porque el conductor nos explicaba en una mezcla
de turco-español-inglés, los sitios por los que íbamos pasando. El coche enfiló
la Kennedy Caddesi y nos llevó por la costa, mientras podíamos ver enfrente la
zona asiática. Al llegar a un pequeño puerto giró a la izquierda, pasando por
el Boulevard Atatürk, y al atravesar el Acueducto de Valens, vimos la imponente
Mezquita de Solimán con sus cuatro minaretes. Íbamos hacia el Puente de Atatürk
para atravesar el Cuerno de Oro, una ría que divide la ciudad europea en dos:
la parte antigua y la moderna; desde allí ya pudimos ver Eminönü con sus muelles,
la Mezquita Nueva, el Puente Gálata, la torre del Palacio Topkapi y las cúpulas
y minaretes de Santa Sofía y de la Mezquita Azul. Pasamos a la zona nueva y a
nuestra derecha se alzaba majestuosa la Torre Gálata, que según nos contó el
conductor, servía antiguamente para vigilar la entrada de los barcos al Estrecho
del Bósforo, y más adelante, subiendo por Refik Saydani Caddesi, dejamos
también a la derecha un edificio muy singular, perteneciente a la Radio
Televisión Turca. Felices por la imagen que la ciudad nos mostraba, llegamos a
la Plaza Taksim y el coche paró delante de nuestro hotel.
Esta plaza no me gustó mucho. Era
amplia y tenía un monumento en el centro dedicado a la república, pero la
encontré un poco fría. Un mozo cogió nuestras maletas, las llevó hasta la
recepción y allí hicimos el check in. En un perfecto inglés nos atendió una
señorita rubia, cuyos rasgos no tenían nada que ver con las mujeres turcas que
vimos en el avión, y se ofreció para cambiarnos liras y darnos cualquier
información que pudiera sernos útil. Cuando llegamos a la habitación nuestro
equipaje ya estaba allí y observamos que el mozo no se marchaba; se quedó en la
puerta mirándonos mientras sonreía tontamente y le pregunté en inglés qué
deseaba. No entendía nada y seguía allí ofreciéndonos su mejor sonrisa, hasta
que Ángela sacó su bolso y le dio un par de euros. Entonces recordamos que
teníamos que cambiar más liras turcas cuanto antes.
El hotel estaba bastante bien. No era
de lujo pero nos sobraba, especialmente para el tiempo que pensábamos pasar en
él. Mi Jessica Fletcher particular fue al baño y salió riéndose. La taza del
váter tenía un grifo justo por donde sale el agua de la cisterna, y yo, que soy
curioso por naturaleza, sin pensármelo dos veces accioné una palanca que vi en
la pared, saliendo entonces un chorro a toda presión directo a la parte de mi
cuerpo que más aprecio, poniéndome perdido.
—Te está bien empleado por curioso —menudo
cachondeo tenía.
—Prefiero haber accionado ese grifo
de frente y vestido, que estando sentado y desnudo. No quiero ni pensar en los
daños que me podría haber ocasionado ese chorro tan de cerca.
—¡Dios mío! El grifo asesino podría
haber dejado a mi marido convertido en un eunuco —señalaba divertida la
bragueta de mi pantalón totalmente empapada.
—No te rías, que no es ninguna tontería.
Tenían que poner una nota en la pared avisando de la violencia con la que puede
salir el agua.
—¿Con foto incluida? O mejor, con las
instrucciones del artilugio.
—Ya vale. ¿Sabes que son las cuatro de la tarde?
—¿Tienes hambre?
—¿Hambre… de qué?
—¿Cómo que de qué? Pues de comer
algo.
—Depende del plato que me ofrezcas y
de su presentación… ¿Qué te parece si descansamos un poco?
—¡Uy, uy, uy…! Creo que lo que
pretendes no es descansar precisamente.
—Anda, ven…, solo quiero saber si son
cómodas las camas en Turquía…