Se lo debo.
Por haber vivido muy cerca de él, sin llegar a conocerle.
Por no escucharle con el interés que debí de hacerlo.
Por un cariño habitual, sin más, cuando pude haberle querido tanto.
Por no haber llenado de amor su corazón maltrecho.
Por ignorar su dolor.
Era mi tío Sarabia.
Se casó con una hermana de mi abuela y no tuvieron descendencia. A la muerte de esta, y según antiguas costumbres familiares, contrajo matrimonio con una sobrina, pasando a vivir la pareja a la casa familiar, donde vivían mi abuela, viuda, y otras dos hijas. El fortísimo matriarcado ejercido por la cabeza de familia tuvo mucho que ver a la hora de valorar la influencia de mi tío en esa casa y en sus habitantes.
Mi tía Rosi, soltera y muy segura de sí misma. Mi tía Luisa, la pequeña y la más mimada, con una hija, un hijo muerto, y viuda de Guerra Civil. Una amiga de Rosi, omnipresente en la casa, y mi abuela, como ya he dicho, al mando de todo.
Dado el carácter más bien flojo de mi tía Antonia, siempre condescendiente, pronto pasaron a ser una especie de huéspedes en un hogar donde todo lo decidían las mujeres, sí o sí.
Tuvieron una niña a la que llamaron María de los Ángeles, que les llenó de felicidad.
A los cinco años de edad, murió de difteria. Hasta ahí todo lo que yo sabía.
Mi tío se hizo mayor, y crecí viéndole como alguien muy maleable, sin opiniones propias, y sujeto siempre a la dictadura de sus cuñadas y suegra, algo que con los años se acentuó.
Murió y pasó por mi vida sin pena ni gloria.
Mi hermana Mari a veces me hablaba de él, pero yo no reconocía en sus relatos a la persona que yo había tratado. El internado y luego vivir en distintos lugares, ayudaron bastante a este desconocimiento.
A la muerte de mis tías, y teniendo que vaciar la casa donde habían vivido, hemos encontrado algunas cosas curiosas, y una de ellas ha cambiado por completo el concepto que yo tenía de mi tío Sarabia. Se llamaba Juan, pero todos le nombrábamos por su apellido.
Hemos encontrado unos cuadernos, en los que escrito con pluma, y con una exquisita caligrafía emborronada de vez en cuando por una lágrima caída sobre la página, expresa todo su dolor, un dolor terrible, por la muerte de su hija de cinco años.
Relata con toda serie de detalles su enfermedad: cómo por estar vacunada contra la difteria, el médico de cabecera se negó siquiera a mirarle la garganta, dando por hecho que el mal de la niña no provenía de ahí. Cada vez iba a peor y sólo cuando ya estaba a punto de morir, reconoció que padecía esta enfermedad y la mandó al especialista en condiciones extremas, muriendo a las pocas horas.
No tuvieron más hijos, y por lo que he leído, ella era su razón de vivir.
Pues bien, él le prometió escribirle cada día, y aquí tengo yo las cartas, llenas de amor y de dolor.
Aparte relata en verso, toda la historia de la enfermedad, desde que la niña tose por primera vez, hasta los geranios que planta en su tumba y que riega todos los días.
Según las fechas cambian los temas, y el de la festividad de los Reyes Magos pone los pelos de punta, cuando por la calle ve a los niños tan contentos con sus juguetes, y en su casa está guardada la mecedora infantil y la muñeca que ella les había pedido. Murió en diciembre, por lo cual los regalos ya los tenían comprados.
También recuerda las canciones que cantaba, su timbre de voz, e incluso los ejercicios que hacía en el colegio. Todo está en estos cuadernos.
Y yo me pregunto muchas cosas: él verdaderamente querría a su primera mujer, que fue con la que se casó ilusionado. Dos personas sensibles, cultas, trabajadoras e inteligentes. Al morir ella, como la mayoría de los hombres en esa época, aparte de sentirse solo, sería incapaz de llevar adelante su casa sin la ayuda de su mujer, y el clan familiar debió de decidir que lo mejor era apañar una boda entre el tío y la sobrina, aunque ambos estuvieran a años luz.
Si a eso le añadimos que mis tías y mi abuela decidían todo en esa casa, su existencia debería de ser bastante triste.
El nacimiento de la niña, buscada y deseadísima, le trajo una felicidad que hasta entonces no había conocido y se volcó en ella. Vivía por y para María de los Ángeles. Por eso su muerte lo sumió en una oscuridad emocional de la cual tardó muchos años en salir.
Esta es una de las cartas:
15/12/1946
Buenos días, hija mía.
Esta noche la he pasado toda viéndote agonizar. ¡Qué amargura! Qué trance tan duro para tu padre, viendo cómo se me iba aquel ángel de entre mis manos; llamándote y hablándote, cuando ya no me veías. Qué trago para tu padre, como tú me decías: "¡Padre!"
También tengo permanentemente en el pensamiento aquella sonrisa que me echaste en la clínica, tan dulce y tan llena de candor, sin duda agradeciéndonos que estábamos buscándote la vida.........................y qué dolor una hora más tarde, a las tres y media, cuando te tenía en mis brazos y ya no me oías.
Esta tarde voy a visitarte como lo haré todos los domingos que me resten de vida. Te lo juro. Al menos que me esté muriendo, y entonces qué dicha, saber que me voy contigo
Sin palabras.