30 de noviembre de 2014
El legado de Shenay (Cap. II)
Capítulo
II
La presencia del pasado
A las cuatro horas de acostarme sonó
el despertador y me parecía mentira que hubieran pasado tan pronto. Me vestí
rápido para llegar a tiempo a mi trabajo; mientras desayunábamos, ella quiso
saber si había encontrado alguna pista.
—¿Qué tal? ¿Diste con la clave?
—No. Luego te cuento, que voy
bastante justo.
—Está bien. Hoy tengo que visitar a
una clienta, pero no la he citado hasta las once, así que no llevo prisa. Voy a
llamar a tu madre a ver cómo está y después me iré al Juzgado.
—No se te ocurra comentarle a mamá lo
que quieres hacer con la moneda ―la creía capaz y bastantes líos teníamos ya
como para discutir también por este tema.
Ángela estudió derecho por deseo de
su padre, pero nunca trabajó con él en el bufete porque según decía, se sentía
presionada. Por eso abrió con otra amiga una consultoría jurídica para mujeres,
donde las asesoraba de sus derechos en divorcios, separaciones, hijos… si bien
a veces se implicaba más de la cuenta, volviendo a casa furiosa por las cosas
que había tenido que escuchar en el despacho. Los derechos de las mujeres eran
siempre su caballo de batalla.
Llegué a tiempo a la sucursal de
automóviles alemanes de la que era delegado y me puse a revisar el trabajo
pendiente que Diana, mi secretaria, me tenía preparado. Un tesoro esta mujer,
que solo con mirarme ya sabía lo que pasaba por mi cabeza. La crisis también
había afectado mucho a las ventas en este sector, aunque procurábamos no
contagiarnos del desánimo general, concentrándonos en sacar adelante de forma
impecable nuestro trabajo.
Después de mi jornada laboral,
regresé a casa donde Ángela me esperaba impaciente por saber algo más sobre mi
investigación, mas, se quedó bastante decepcionada cuando le anticipé, que
aparentemente nada de lo que había leído tenía conexión con lo que buscábamos.
—Si no llego a tomarme la dosis de
cafeína que me tomé, habría caído grogui a la cuarta o quinta página. No te das
una idea del lío de guerras que ha tenido esta gente. Parece que el nombre de Bizancio
le viene de un griego llamado Bizante, su fundador, en el 667 a.C. y, al ser un
lugar estratégico a la entrada del Bósforo, los unos, los otros, los de más
allá y los de más acá, intentaron conquistarla.
—Pues parece interesante. Sigue, por
favor.
—A ver por dónde; tengo la cabeza
como una olla a presión. Te voy a ahorrar los nombres y fechas porque son
demasiados, y ya sabes que la historia no es mi fuerte. En el 330 sucedió algo
importante: fue proclamado emperador Constantino y a partir de ahí empezó a
florecer la urbe. Trajo arquitectos y decoradores que transformaron la antigua
ciudad griega en residencia imperial, y pasó a llamarse Constantinopla. ¡Uf!
Qué plomazo.
—Pues me está entrando el gusanillo
de conocer más cosas sobre Estambul, independientemente del motivo que nos está
llevando a buscar en estas páginas, no sabemos qué.
—Pues coge el libro, y esta noche,
tranquilamente te lo lees —me parecía increíble que alguien, solo por gusto,
quisiera meterse en escudriñar semejantes enredos políticos.
—Ah, no. Prefiero que tú me lo
cuentes y seguro que me entero mejor ―claro, así cualquiera.
—Necesito cambiar un poco el chip.
¿Qué te parece si bajamos a tomar algo? —mi pregunta era más una súplica que
una sugerencia.
—Después del hartazgo de historia que
te has dado, creo que mereces una cerveza bien fría y bien tirada —guiñándome
un ojo me cogió por el brazo llevándome
hacia la puerta.
Fuimos andando hasta la Plaza de
Santa Ana, en pleno barrio de las Letras; nos sentamos en una de las mesas de
los muchos restaurantes que hay en este lugar, dispuestos a disfrutar del buen
ambiente que se respiraba. La tarde tocaba a su fin y comenzaba a iluminarse la
fachada del Teatro Español. Siempre me gustó este sitio. Artistas ambulantes
mostraban sus habilidades a cambio de unas monedas, mientras algunos músicos
pasaban entre las mesas amenizando a los clientes. Saboreamos nuestra cerveza,
acompañada de una apetitosa tortilla de patatas rellena de jamón, al tiempo que
observábamos a un grupo de actores aficionados, que al pie del monumento a
Calderón de la Barca, escenificaban un acto de una de sus obras.
—¿Te encuentras ya mejor? —me
preguntó Ángela.
—Sí, claro. Necesitaba despejarme la
cabeza y me ha venido bien pasear hasta aquí. No sabes qué necesidad tenía de
distraerme… de olvidar el libro aunque fuera por un par de horas…
—¿No te estarás obsesionando?
—Espero que no. Es más, voy a hacer todo lo posible
porque en este asunto prevalezca la cordura sobre todo. Te lo prometo.
Cuando volvimos a casa tenía una
llamada de mi madre en el contestador; quería que nos viéramos para hacerme
unas preguntas referentes a los papeles del banco, que mi padre guardaba en un
cajón. En eso no era muy cuidadoso y no me extrañaba que la pobre se liara con
ese montón de documentos.
—Mamá, soy Tomás. ¿Qué tal andas? Ya
me ha dicho Ángela que ha hablado contigo esta mañana y que te encontrabas
bastante bien… Sí, claro que puedo ir a verte por la tarde… Hasta mañana.
—Hoy la ha invitado su amiga
Margarita a comer. Hace dos años que también se quedó viuda y creo que para
ella será bueno comprobar, que a pesar de todo, la vida sigue. Podría unirse al
grupo de amistades de mi madre, que siempre andan de un sitio a otro, y se
distraería algo más.
—Sí, le conviene estar con personas
optimistas que la ayuden a remontar esta etapa. A veces me siento mal porque me
gustaría que se apoyara más en mí, pero soy consciente de que no le puedo
dedicar todo el tiempo que me gustaría.
—Te aseguro que ella lo entiende —me
tranquilizó―. Si te parece vamos a cambiar de tema. Me gustaría que me contaras
algo más sobre lo que has leído. ¡No me mires con esa cara! —se me debió de
notar el fastidio―. Lo más difícil ya lo has hecho, y a partir de ahora imagino
que la cosa será bastante más entretenida.
—¿Algo más? Pues que se la denominó
Constantinopla hasta la caída del Imperio Romano de Oriente y luego la
conquistaron los turcos, pasando a ser así una ciudad islámica. El hombre que
viene en la portada es Kemal Atatürk, que fue quien estableció la república y
quien trasladó la capital a Ankara. En 1930 pasó a llamarse Estambul. Como ves,
es todo muy entretenido y cien por cien ameno.
—¿Y por qué Estambul?
—Existen dos creencias, aunque
ninguna es segura. La primera habla del asedio a que los turcos sometieron la
ciudad de Constantinopla, interceptando a los campesinos que pretendían acceder
al centro urbano, y estos, que eran de habla griega, decían que iban
“Eis-ten-polis”, o lo que es lo mismo en griego, “a la ciudad”, creyendo los
turcos que la llamaban así, y dándole finalmente ese nombre. La otra, habla del acortamiento durante diecisiete
siglos del nombre Constantinopolis (Stanpolis). Incluso se dice que la llamaron
Islambul, haciendo referencia a la religión predominante en la ciudad. Como
ves, nada concluyente.
—¿Y eso es todo?
—El libro termina con la anotación de
que en 1963 se firmó el acuerdo de Ankara, que fue el primer paso para su
proceso de integración europea. Ya sabes que en varias ocasiones han solicitado
pertenecer a la CEE, pero de momento no lo han logrado.
—Pues no parece que ese libro conecte
con lo que nos interesa saber. ¿Cuándo empezarás el otro?
—De momento no pienso empezarlo. Ya
te he dicho que no quiero obsesionarme con el tema y he decidido darme unos
días de descanso. No puedo seguir así, pensando todo el día en lo mismo; incluso
en el trabajo se han dado cuenta de que me sucedía algo extraño, pero no he podido
dar ninguna explicación. A ver a quién le puedo contar que soy el destinatario
de algo que no sé lo que es, y que por ello estoy buscando las claves. Por
menos que eso hay gente en clínicas mentales. Mira, a lo mejor algún loco podría
dar con la solución, ya que dudo mucho que alguien en su sano juicio se
molestara en buscarla. Estoy angustiado y no puedo seguir así.
—Si te parece, yo puedo ayudarte a
investigar. Sabes que los retos siempre me han gustado y en este me siento particularmente
implicada… Luego, si no encontramos nada raro, tendrás que colgar de mi
precioso cuello de cisne, el colgante con el sol que me prometiste —me advirtió
entre risas.
—Ya me extrañaba a mí tanto interés… ¡Hecho!
¡Toma el libro! Mi padre nos habló con gran interés de este lugar, pero sinceramente
no presté mucha atención y reconozco que no sé nada sobre este sitio.
Esa noche dormí como un lirón y el
día transcurrió sin ninguna novedad. Llamé a Ángela desde el trabajo para
quedar con ella e ir a visitar a mi madre.
Al vernos no pudo evitar emocionarse, y tras asegurar
que se encontraba bien, pasamos a ordenar los documentos de papá. Un cajón
repleto de recibos, muchos de los cuales asomaban por los bordes esperando ser
clasificados, e incluso algunos tirados a la basura. Montones de papeles que no
servían para nada seguían en sus carpetas, esperando una revisión que nunca
llegó, y mi madre no se atrevía a tirarlos. Sacamos lo concerniente al plan de
pensiones que mi padre tenía abierto con el banco, y le expliqué los términos
confusos, casi todos, que era necesario que comprendiera. También había un
dinero a plazo fijo y quedamos otro día para juntar en una sola libreta lo que
mi padre había repartido en tres, que se
reducía prácticamente a nada. A ella le quedaría una modesta pensión, que podría
compensar con la renta del dinero obtenido por la venta
de la casa de sus padres. Sobre ese particular, no tendríamos que preocuparnos.
Merendamos café con un bizcocho
recién hecho, cuyo aroma a canela y limón estaba esparcido por toda la casa, y
que me retrotraía a mi infancia, cuando esperaba junto al horno a que estuviera
hecho para comerlo todavía caliente. ¿Por qué será que los bizcochos de las
madres huelen de forma diferente?
—Serviros —dijo alargándonos la
bandeja con ese juego de café que me era tan familiar―. Tomás, ¿has podido leer
los libros?
—De momento he leído uno, el de la
historia de Estambul, pero después de dar un repaso a los primeros pueblos que
pasaron por allí, a las guerras y a una infinidad de fechas, no he encontrado
nada que me lleve a descubrir lo que, según tú, papá escondió en alguna de sus
páginas. Empiezo a pensar que puede haber sido una de sus bromas.
—Te aseguro que no lo es —me dijo
convencida.
—¿Él sabía algo sobre Bizancio? —se
me ocurrió preguntarle.
—Yo creo que no. Lo primero que supo
fue a raíz de nuestro viaje a casa de su amigo Tarik. Nunca había estado en
Estambul.
Eso me dio que pensar; si él sin
saber nada, conocía la historia de la moneda y sus posibles poderes, ¿por qué razón
tenía yo que enterarme de todos los devenires de Bizancio y de Eyüp para dar
con ella? No tenía sentido, al menos que la clave fuera una de las múltiples
fechas. ¡Imposible! Sería más fácil encontrar una aguja en un pajar.
El sonido del móvil de Ángela
interrumpió nuestra conversación y se alejó hasta la terraza para hablar más
tranquila. Volvió con una sonrisa de oreja a oreja.
—Era mamá, para decirme que Martina
ha dado a luz hace una hora. La niña y ella están bien. ¡Hemos sido tíos! —estaba
radiante.
Nos abrazamos felices y la
conversación dio un giro de ciento ochenta grados. Los detalles del parto y del
bebé nos ocuparon el resto de la tarde, que transcurrió de forma más distendida
a como había empezado, y así se nos hizo la hora de marcharnos. Mi mujer
aprovechó entonces para contarle lo del colgante; se le mudó la cara al
enterarse poniendo el grito en el cielo, tachándonos de imprudentes e
insensatos, a pesar de decirle por activa y por pasiva que no encontrábamos
nada que nos hiciera pensar en un peligro real.
—Ángela, ese peligro existe —la
miraba muy seriamente― y no deberías de tentar al destino, cuando además puedes
arrastrar a Tomás contigo.
—¿Y si estuviéramos hablando de una
historia sin base científica, fruto del fanatismo religioso? Julia, reconoce
que todo es muy ambiguo, que nos estamos basando en cosas muy vagas, que no
tenemos nada sólido donde agarrarnos…
—Tened paciencia que todavía os queda
el otro libro por leer. Quizás en él encontréis alguna pista, pero sobre todo
estad seguros de que no es ninguna broma de papá, y por supuesto, llevad
cuidado. Dejaos de tonterías y no subvaloréis la situación.
—Si cuando acabemos Eyüp no
encontramos nada que lo desaconseje, yo mismo le regalaré a Ángela la moneda.
Creo que estamos sacando las cosas de quicio.
Aun así, mi madre nos pidió que la guardásemos
en su caja y que si no hallábamos en los libros nada que nos llevase a ella, la
pusiéramos en un lugar seguro de la casa, pero en ningún caso llevarla encima
de forma visible. ¿Por qué? Creo que sabe más de lo que nos ha dicho.
Al cabo de tres días…
—¡Terminé el libro! ¡Un rollazo en
toda regla!
—¿Encontraste algo especial? ¿Algo
que te llamara la atención?
—Mira, en este sitio podría pasar
prácticamente de todo, pero no he encontrado nada que pueda tener relación con
lo que buscamos. Eyüp es un distrito de Estambul en el nacimiento del Cuerno de
Oro, fuera de las murallas. Es un lugar importante de peregrinación para el
mundo islámico, ocupando el cuarto lugar detrás de La Meca, Medina y Jerusalén.
—¿Y por qué es tan importante para
los musulmanes?
—Porque en el primer intento de
conquista murió aquí Abu Ayub al Ansari, que pidió ser enterrado a las afueras
de la ciudad de Constantinopla. Este hombre era el portaestandarte de Mahoma, y
su cuerpo fue descubierto en tiempos del sultán Mehmed II, quien ordenó la
construcción de una mezquita y una tumba para Ayub. Siempre hay personas
rezando delante de las rejas de plata. Es un barrio muy conservador, alejado
del glamur de la gran ciudad. Decididamente, no me gusta este sitio.
—Pues recuerdo que mi padre, al
regreso de Estambul, habló de este lugar como algo mágico que le impregnaba de
recogimiento y religiosidad, aunque él no fuera musulmán, y que su amigo Tarik
sentía una gran veneración por ese personaje del que hablas.
—Cariño, si me pierdo en Estambul, no
me busques en Eyüp —subrayó con una sonrisa―. También hay un cementerio, en el que la gente de la ciudad
sueña con ser enterrada, para estar cerca del adalid de Mahoma. Creo que vas a
tener que ir preparando mi colgante.
—Pero mira que eres frívola —le dije con sorna―.
Tenemos por delante una misión importantísima, y tú solo piensas en colgarte la moneda al cuello.
—Te equivocas. Pienso en muchísimas
cosas, sobre todo en quitarte de la cabeza todos los pájaros que la sobrevuelan,
desde que tienes en tu poder la caja. Por favor, piensa. ¿Crees que si tu padre
hubiera creído que podrías estar en peligro no te lo habría advertido? Por otra
parte, estoy segura de que tu madre sabe más de lo que nos ha contado y es
necesario que hablemos otro día con ella, pero ahora ya de forma muy seria,
para que nos amplíe la escueta información que nos ha dado porque es evidente que
se guarda algo. Si nuestra vida puede estar en peligro, tenemos todo el derecho
a saber el motivo.
—¿Y qué razón podría tener ella para
no darme todos los datos, sabiendo que la falta de información puede
perjudicarme?
—Quizás tenga miedo.
—Creo que no hay miedo más grande
para ella, que el peligro que yo corra por no advertirme de lo que pueda
pasarme. Mi madre, como todas las mujeres, ama a sus hijos por encima de todas
las cosas; no sería capaz de ocultarme una información que me pudiera ser
vital. La actitud de papá es la que no entiendo. Siempre tuvo por mí cierta
predilección y mantuvimos una estupenda relación que a veces sobrepasaba la de
padre-hijo, comportándose conmigo como si fuera mi hermano mayor. Si él sabía
que la caja estaba allí, ¿por qué no me la enseñó nunca?
—Verdaderamente es extraño. Vuelvo a
repetirte que necesitas que tu madre te explique muchas cosas.
El domingo siguiente la vimos de
nuevo.
La encontré relativamente bien.
Volvía de oír misa en una iglesia cercana, y no sin cierto temor a su reacción,
abordé el tema motivo de nuestro encuentro. Fue como hablar con una pared; solo
decía que había cumplido la voluntad de mi padre, que se había quitado un peso
de encima al hacerlo y que la parte que le correspondía la había cumplido.
—¿La voluntad de mi padre era que me
volviera loco buscando una solución a este galimatías?
—Hijo, si su decisión fue esa, debes cumplirla
sin cuestionarla.
—Mamá, por Dios, ¿no te das cuenta de
que tengo un montón de preguntas que hacerte?
—Lo entiendo, pero te advierto que
algunas se quedarán sin respuesta —mi madre volvía a ser la mujer dura que
algunas veces temía cuando era niño.
—¿De verdad papá no te contó nada? —volví
a la carga.
—Nada que pueda servirte de ayuda.
—¿Por qué no se la entregó a mi hermano?
¿Él está al tanto de todo este lío?
—Sabes de sobra que contigo tenía una
relación especial. No, tu hermano no sabe nada, o al menos eso creo.
—Mamá, ¿y por qué papá no me la entregó cuando estaba
vivo? No me parece normal esa actitud. Creo incluso que fue cruel por su parte no
hacerlo porque yo no tendría que estar ahora averiguando nada, si él me
hubiera explicado todo lo que sabía.
—¡Te prohíbo que juzgues a tu padre!
Seguramente pensaba decírtelo, pero la muerte le sorprendió demasiado pronto. Y
por favor, no me hagas sentirme culpable de algo que me es ajeno.
—Culpable tú… ¿de qué? No entiendo
nada.
—Perdona, a veces digo tonterías. Lo
importante es que te quedes con la convicción de que si no te dijo nada, fue
porque no podía hacerlo.
—¿Qué o quién se lo impidió? ¿Tú?
Aquí volvió de nuevo a endurecerse su
rostro.
—No directamente, pero en una etapa
de mi vida esa moneda me trajo problemas que no quiero que tú tengas.
—Pues podríais haberla tirado sin más
y se habrían acabado los líos. Menos mal que yo era el preferido de papá porque
si no llega a ser así, me habría dejado en herencia una bomba de relojería a
punto de estallar.
—Tomás, estoy llegando al límite de
mis fuerzas. No me encuentro en situación de continuar hablando de esto.
—Solo una cosa más. ¿De qué puedes
sentirte culpable?
—De haberle obligado a elegir entre
lo que esa caja significaba y yo. Llegó a obsesionarse tanto por la historia de
esa moneda, que la convivencia se hizo insostenible. Incluso estuvo en
tratamiento psiquiátrico durante unos meses, cosa que no sirvió de nada, dado
que el médico que lo trataba nunca llegó a saber el motivo de su angustia.
Pidió la baja laboral pero fue peor el remedio que la enfermedad porque se
pasaba todo el día pensando en lo mismo. Me comentó que necesitaba estar solo; había decidido marcharse de Madrid unos días a
la casa rural que un amigo del trabajo le había ofrecido, y no dejó que yo lo
acompañara. Al cabo de una semana regresó totalmente cambiado. Volvió a ser el
hombre del que una vez me enamoré, pero nunca permitió una sola pregunta sobre
ese viaje.
—No me puedo creer que tú no
intentaras indagar nada referente a lo que hizo o con quién habló esos días —conocía de sobra a
mi madre como para saber, que de un modo u otro, le habría sacado información.
—Por supuesto que pregunté, que
busqué, que observé… hasta que me di cuenta de que me estaba mintiendo. Papá no
estuvo nunca en esa casa rural.
—Ahora sí que no tiendo nada.
—Él llevaba una maleta con la ropa
necesaria, un bolso de mano con la documentación y la última Nikon que se había
comprado. Ya sabes que era un apasionado de la fotografía. Cuando volvió saqué
sus cosas para colocarlas en el armario y me extrañó, dado lo meticuloso que
era para esas cosas, que la cámara no estuviera en su funda. La abrí para
meterla allí, y dentro había un papel que resultó ser la factura de un hotel…
¡En Estambul!
—¡Pero mamá, eso no puede ser!
¿Miraste la fecha? —no me daba tiempo a
procesar todo lo que mi madre me estaba contando.
—Sí, y coincidía con los días que
había estado fuera. Como no queríamos preocuparos con los problemas mentales
que papá estaba teniendo, os dijimos que la empresa les había pagado a unos
cuantos empleados unas vacaciones en la sierra, para compensarlos del duro
trabajo que habían tenido ese mes.
—¡Lo recuerdo perfectamente! ¿Y tú
qué hiciste entonces? ¿Él supo que tú habías encontrado esa factura?
—Lo pensé mucho, pero finalmente me
sinceré con él y un día le pedí que me dijera la verdad sobre ese viaje. Me
contó, que su intención al ocultármelo no fue otra que evitar discutir conmigo
al irse tan lejos, pero que necesitaba poner tierra de por medio, y el mejor
sitio que se le ocurrió fue Estambul, una ciudad por la que sentía verdadera
atracción. Según me contó se dedicó a pasear por sus calles, sentarse en sus
terrazas, visitar mezquitas y contemplar las puestas de sol. Me mostró las
fotos del viaje y todo lo di por bueno al verlo tan cambiado. Me pidió, que si
verdaderamente lo quería, nunca más le hablara de ello.
—¿Pero tú sospechas que hubo algo
más? —a pesar de que mi madre lo negara, yo sabía que ella no podía haber dado
por buena una explicación tan simple.
—Lo que yo sospeche o deje de
sospechar es cosa mía. Por favor, no sigas con el interrogatorio.
—Una última cosa…
—Tomás —intervino mi mujer―, creo que
por hoy ya es suficiente. Tu madre no se encuentra bien.
—¿Estuvo en Estambul con Tarik?
—¡Ya basta, Tomás! ¡Te estás pasando!
—de nuevo volvió a recriminar mi conducta.
—Gracias, Ángela. Y por favor,
hacedme caso y guardad la caja en un lugar seguro como hizo Enrique, olvidando
que la tenéis, al menos hasta que sepáis algo más sobre ella.
—Mamá, tienes la obligación moral de
ayudarme.
—La mejor ayuda que puedo ofrecerte
es que sigas mis consejos. La situación me obligó a plantearle a papá el dilema
de guardar la caja o quedarse sin mí, y finalmente él mismo reconoció que así
no podía seguir, olvidando la moneda, pero haciéndome prometer que tú serías el
destinatario. La diferencia es que papá sabía cuál era su poder, o al menos eso
creo, y tú no… por eso es peligroso que juegues con algo que puede estallarte
en las manos.
—Mamá, ¿de verdad que tú no lo
conoces?
—¡No!
—su respuesta fue tan rotunda que no seguí preguntando.
Me parecía estar viviendo una
pesadilla, y a veces todo era tan estrambótico que me entraban ganas de reír.
Pensé que a lo mejor mi padre se podía haber ido a Estambul con alguna mujer
que no fuera mi madre, y una vez que ella descubrió el viaje, él se salió por
la tangente argumentando la necesidad de estar solo. Entonces mamá, que no
había conocido otro amor que no fuera mi padre, sopesaría los pros y los
contras de un enfrentamiento por una tercera persona, llegaría a la conclusión
de que no le compensaba liar el asunto más de lo que ya estaba, y fingió
creerse todo lo que papá le contó.
Quizás estuviera nervioso por la doble
vida que a lo mejor llevaba; si se encontraba incómodo con mi madre, sería ese
el motivo de las discusiones a diario y del peligro que según ella corrió su
matrimonio. Vaya, yo que creía que mis padres eran un modelo de convivencia… ¡Pero
bueno! Qué película me acabo de montar.
Después de escucharla, yo me inclino
más por estas razones para justificar su conducta, que por todo el lío ese de
la moneda; tal como era mi padre, bien pudo ser la excusa que lo ayudara a
llevar adelante alguna aventura extra matrimonial.
Nos marchamos a tiempo para comer con
los padres de Ángela. Teníamos previsto ir a visitar por la tarde a Martina y
conocer así a la pequeña Paula, nuestra primera sobrina, de la que solo
sabíamos que se parecía mucho a su padre y poco más. No tardamos en llegar al
restaurante donde ya nos esperaban Teresa y Manuel, que nos recibieron con una
gran sonrisa, pletóricos de felicidad. Ella era una mujer muy extrovertida y
simpática, en contraste con el carácter mucho más serio de su marido, pero hoy
ambos estaban con la ilusión reflejada en sus rostros por la llegada del nuevo
miembro de la familia.
La comida discurrió por los
derroteros previstos: peso, medidas, color de ojos y pelo de Paula, y el estado
de Martina tras la cesárea que le había sido practicada. La madre de Ángela nos
explicó los pormenores de sus tres partos, cosa que siempre hacen las mujeres
en estos casos sin excepción, y si la hay confirma la regla, ya que se empeñan
en una especie de pugna por el alumbramiento más difícil, más largo y más
doloroso. Es curioso, pero cierto.
La habitación donde se hallaba
Martina estaba llena de flores, y cuando entramos salió a recibirnos Alfonso,
su marido, con esa sonrisa tonta que se les pone a los padres primerizos, que
no acaban de creer que ellos solos, hayan sido capaces de hacer una criatura
con sus cinco dedos en cada mano, con los dos ojos tan bien puestos en su sitio,
y encima sacando su misma nariz.
—Hola, pasad, pasad… ¡CHISSSSSSS…! No
hablad fuerte que está durmiendo. Nos dijo la pediatra que hay que respetar
mucho el sueño de las primeras horas porque el nacimiento es algo muy
traumático. Martina, han venido tus padres y tu hermana a verte.
—Alfonso, también ha venido Tomás —señaló
Ángela.
—Perdona, no te había visto —como
siempre mi cuñado obviándome, eso sí, atentamente.
—¿Qué tal te encuentras, hija? —Teresa
se acercó a darle un beso, al tiempo que miraba con ternura el bebé―. Es
preciosa y le trae un aire a su padre.
Yo también me acerqué a ver a la niña
que dormía plácidamente, sin atisbo del estrés pos nacimiento del que había
advertido la pediatra, y pensé que no era tan preciosa como la veía mi suegra.
No sé si se parecía a su padre, pero por el bien de la recién nacida, mejor
sería que no porque Alfonso no era precisamente, un prototipo de belleza digno
de tener en cuenta.
—Qué ricura de niña, ¿verdad Tomás? —Ángela
también la encontraba bonita, así que empecé a pensar que a lo mejor era yo el
que no sabía apreciar la belleza de la criatura.
Estuvimos un buen rato con ellos en
la habitación, hasta que una enfermera entró y nos advirtió que Martina
necesitaba descansar, por lo cual nos despedimos de mis suegros y mis cuñados y,
cogiendo de nuevo el coche, nos marchamos.
—Tomás, cuando he tomado en brazos a
Paula me han entrado ganas de tener un bebé —no estaba preparado para una
confesión así, pero disimulé como pude.
—¿Un bebé? ¿Nosotros? —intentaba
ganar tiempo en la respuesta.
—Sí, claro. Aunque
pensándolo bien, mejor será que dejemos pasar unos años hasta dar ese paso.
Tengo una serie de proyectos en el trabajo que no serían compatibles con la
maternidad —me volvió el alma al cuerpo después de escucharla.