23 de noviembre de 2014
El legado de Shenay (Cap I)
EL LEGADO DE SHENAY
Carmen P. Canales
Queda prohibida la reproduction total o parcial de esta obra, inscrita en el Registro de la Propiedad Intelectual, con el nº de asiento 16/2013/8796
Capítulo I
—Amén.
Con la última palabra del sacerdote,
se dio por terminada la ceremonia del entierro de mi padre. No éramos muchos los
reunidos allí para despedirlo, pero los que estábamos, pudimos notar cómo se
nos rompía el corazón al ver descender el ataúd con sus restos, hacia la
oscuridad de la fosa. Abracé a mi madre notando al tiempo mi hombro humedecido
por sus lágrimas, y busqué entre los asistentes la mirada de mi mujer, que frente
a mí contenía su emoción; mientras, los familiares y amigos pasaban por delante
de nosotros, en ese ritual que antes me parecía tan odioso de dar el pésame, y
que ahora sin embargo, me reconfortaba. En esos momentos me sentía como un niño
perdido y necesitado de cariño, especialmente el de Ángela, mi gran apoyo.
Los servicios funerarios proseguían
su macabro trabajo echando tierra sobre el féretro. A mi padre no le gustaban
nada estas ceremonias y siempre nos comentó que no quería ser enterrado sino
incinerado, pero mi madre, con la peregrina excusa de que así tendría un sitio
donde rezarle e ir a llevarle flores, quiso que sus restos reposaran en el
panteón familiar, cerrando la losa para siempre su voluntad quebrada.
La gente empezó a
marcharse, quedándonos allí los más allegados. Miré a mi mujer y le hice un
gesto para que vinieran hacia el coche.
Ángela y yo llevábamos
casados dos años; a pesar de nuestras diferencias éramos un matrimonio como
tantos otros, con altibajos, pero sobre todo con mucho amor de por medio. Ella
pertenecía a una familia andaluza, y su padre, que era abogado, había hecho
negocios en África durante la época del franquismo, dirigiendo ahora un
reconocido bufete en Madrid. Vivían de forma desahogada, pero eso no impidió
que ella se amoldara sin problemas a nuestra vida bastante más austera, lejos
de la que disfrutó en su finca de Sevilla y en su magnífico chalet de la zona
norte madrileña. Si alguna vez la echó de menos, nunca me lo dijo. Era la
segunda de tres hermanas con las cuales seguía manteniendo contacto casi a
diario, a pesar del marido de una de ellas, que era insoportable y le
consideraba un aprovechado, siempre dispuesto a todo con tal de introducirse en
los negocios de su padre.
Nos conocimos
casualmente. Por entonces yo salía con Elisa, una muchacha de mi barrio con la
que compartía proyectos de futuro, pero el destino nos deparaba esa tarde un
acontecimiento que cambiaría nuestras vidas.
—Hola, Tomás. Sube
rápido que tenemos el tiempo justo. Cuando lleguemos, mientras yo aparco coge
tú las entradas.
Por el camino empezamos
a discutir sobre los pros y los contras del trabajo de las mujeres fuera de la casa.
Ella era partidaria, y a mí también me parecía bien, pero veía todavía muchos
inconvenientes para que los hijos tuvieran cubiertas sus necesidades familiares
estando la madre fuera, y dependiendo la mayoría de las veces de la ayuda de
los abuelos. No tenía más que echar un vistazo a la vida que llevaban mis
amigos, y le propuse, que si yo ganaba lo suficiente, la mejor opción sería que
ella se quedara en casa, al menos al principio.
—¿Lo estás diciendo en
serio? ¿Pretendes que cuando nos casemos yo me quede en casa con la pata
quebrada, como mi abuela? ―nunca imaginé en ella semejante reacción…
—Bueno, tampoco es eso
—me sentía pillado en falta―, pero podrías trabajar media jornada… cuando
nuestros hijos tuvieran ya una cierta edad y no te necesitaran…
Decir eso y llevarme
los mejores piropos del mundo, fue todo uno: desde machista y egoísta, hasta
retrógrado, pasando por cruel, por estúpido, por mal criado… ¡¡¡¡¡Cuidado… el
semáforo!!!!!!!
No pudimos frenar a
tiempo y chocamos contra un Audi, que al tener preferencia se nos había cruzado
por la izquierda. Bajamos rápidamente del coche y, a través del cristal, vimos que
una mujer joven pedía auxilio, por lo que rápidamente abrimos la puerta
comprobando que tenía problemas en una pierna, aparte de otras magulladuras en
el brazo; sin moverla, para no causarle daños mayores, llamamos rápidamente al
112 y luego, muy nerviosos, le pedimos disculpas mientras yo intentaba
tranquilizarla. No habían pasado cinco minutos cuando ya estaba allí la
ambulancia, una grúa y el policía que tomó todos nuestros datos, al que
explicamos que había sido una distracción imperdonable. A la mujer la
trasladaron a urgencias porque en el impacto se había roto la pierna izquierda,
el Audi se lo llevó la grúa, y nosotros nos quedamos allí con el guardia
rellenando los papeles del seguro.
Otra grúa vino a
llevarse nuestro coche, y una vez todo en orden, me fui con Elisa a una
cafetería cercana donde se tomó una tila; todo el tiempo repetía que ella había
causado de forma irresponsable el accidente y se encontraba muy mal. Como es
natural no fuimos al cine, y nuestras discusiones sobre planes futuros quedaron
aparcadas, en vista de los nuevos acontecimientos. La acompañé a casa y
quedamos en vernos al día siguiente.
Antes de que la
ambulancia partiera hacia el hospital con la mujer herida, pude oír que la llevaban
a la Clínica de la Concepción; me personé allí al día siguiente preguntando por
ella y me dijeron que la habían operado, facilitándome luego el número de su
habitación en la planta de traumatología. Tímidamente aporreé la puerta con los
nudillos y alguien me invitó a pasar. Primero vi a una chica pelirroja que me
preguntó mi nombre, y al fondo, echada en la cama con la pierna escayolada, se
encontraba semidormida la mujer del coche.
—Disculpe, soy Tomás
Fernández. Nuestros coches chocaron ayer por la tarde y…
—Vaya. ¿Es usted el
imbécil que ha atropellado a mi hermana? ¿Y encima se atreve a venir aquí? ¿Acaso
es daltónico que no vio que el semáforo estaba en rojo? ―no me dejaba ni
hablar―. Lo mejor que puede hacer es marcharse, y si no lo hace llamaré a
seguridad del hospital.
—Por favor, Carmen,
déjalo entrar —la que intentaba apaciguarla era la mujer que estaba en la
cama―. ¿Qué desea?
—¿Pero es que vas a
hablar con él? Si lo que tenías que hacer era denunciarlo por conducir de
manera temeraria. No aprenderás nunca, princesa. Será mejor que se marche,
señor… como se llame.
—Por si no lo ha oído
bien antes, le repito que me llamo Tomás Fernández ―estaba ya hasta las narices
de los comentarios de la tal Carmen y de su forma tan despectiva de hablarme.
—Pase por favor, y no
tenga en cuenta las palabras de mi hermana. Es bastante impulsiva —por fin oía
algo amable, mientras la pelirroja me incendiaba con la mirada.
—Perdone si la molesto, pero solo
venía a disculparme. En el momento del accidente conducía mi novia, y debido a
una acalorada discusión que manteníamos, nos distrajimos provocando el choque.
Solo quería interesarme por usted y saber si le hacía falta algo.
—¡Acabáramos!
Seguramente iría metiéndole mano a la novia. No, si yo me equivoco pocas veces…
Mayor motivo para denunciarlo —miré el jarrón de flores y me entraron unas
ganas locas de estampárselo en la cabeza, pero me contuve.
—¿Cómo ha dicho que se
llama? —me preguntó la mujer de la cama.
—¡Tomás Fernández! ¡Se llama Tomás
Fernández! —otra vez la fiera se metía de por medio.
—Carmen, acércale una
silla para que pueda sentarse —le indicó―, y si quieres, aprovecha para bajar a
tomarte un café, puesto que ahora estoy acompañada.
—¿Acompañada? ¿Quieres que te deje
con alguien que ha estado a punto de matarte? De eso nada. Le he prometido a
mamá cuidar de ti y lo haré.
—Por favor, no digas tonterías. Solo
tengo una pierna rota, y aun así, puedo cuidarme sola. Anda, baja a la
cafetería.
—Está bien, pero
ya sabes que debajo de la almohada tienes el teléfono por si surgiera algo. No
me fío…
—Señorita —estaba ya al
límite de mi aguante―, no soy ningún delincuente y puede dejar a su hermana
conmigo sin ningún problema. Le prometo no rematarla. ¿Es eso suficiente para usted?
La pelirroja se marchó
refunfuñando, mientras la mujer de la cama sonreía abiertamente.
—Siéntese por favor, y discúlpela. Me
llamo Ángela Hidalgo. Así que era su novia la que conducía el coche en el
momento del accidente.
—Sí, pero ya dejamos claras estas
circunstancias tanto a la policía como a la aseguradora y no habrá ningún
problema para que le reparen el vehículo. Por supuesto no iba metiéndole mano,
como ha insinuado su hermana —aquí no pudo ella reprimir una sonrisa, que me
pareció la más bonita que había visto nunca.
Charlamos sobre asuntos
concernientes a su estado de salud, y al motivo por el que Elisa y yo nos
habíamos enzarzado en la discusión que provocó el accidente.
—Estoy totalmente de
acuerdo con su novia, y casi la perdono, si con ello ha sido capaz de sacarlo
de su error. Los tiempos por suerte, han cambiado.
—Bueno, creo que será
mejor hablar de otras cosas —no quería meterme en camisa de once varas.
Me encontraba bien en
su compañía hasta que apareció Carmen con la merienda, momento que aproveché
para despedirme.
—Espero volver a verlo —me dijo ante
el asombro de su hermana.
Al día siguiente también la visite… y
al otro… y al otro… La fiera pelirroja ya no me atacaba, incluso se marchaba
cuando me veía llegar para dejarnos solos.
Elisa no entendía, o quizás
sí pero no quería reconocerlo, mi interés por seguir de cerca la recuperación
de Ángela, hasta que un día me sinceré con ella.
—Elisa, tenemos que hablar. Siempre
nos hemos dicho la verdad el uno al otro y ahora mismo no tengo las cosas
claras con respecto a nuestra relación. La mujer del Audi… bueno, he estado
viéndola estos días y me he dado cuenta de que siento por ella algo muy
especial, desconocido para mí, pero maravilloso.
—¿Te has enamorado de esa mujer? —cerró
los ojos para evitar que las lágrimas se le escaparan, sin conseguirlo.
—Creo que sí, aunque no sé siquiera
si me corresponde, pero no puedo seguir contigo cuando mi pensamiento está con
ella —Elisa no se merecía que la engañara y yo no estaba dispuesto a hacerlo.
—Al menos has sido sincero y te lo
agradezco. Tendré que acostumbrarme a no verte a mi lado, pero lo superaré
porque sabes que quiero tu felicidad, pese a que ahora mismo tenga un nudo
enorme en el pecho… Contigo se van tres años de ilusiones, ¡Tomás!… —nos
abrazamos y ahí acabó ese amor de juventud. Éramos amigos desde niños y
habíamos compartido los sueños de la adolescencia, pero estaba enamorado
profundamente de Ángela, que era lo más importante ahora en mi vida.
Mis visitas al hospital
siguieron hasta que poco a poco se fue recuperando; cortos paseos al principio
y luego más largos, hasta que ya no tuvo molestias. Ninguno de los dos
hablábamos de futuro porque estábamos bien juntos y eso nos bastaba, mas poco a
poco fuimos dejando paso a los sentimientos y no quisimos ocultar nuestro amor.
Un día me presentó a su
familia, de la que solo conocía a la hermana pelirroja. Desde el principio hubo
buena química con sus padres y con Martina, la otra hermana, pero no así con el
marido que me parecía un nuevo rico pedante venido a menos. Así empezamos al
cabo de unos meses a hablar de boda y, a los dos años de conocernos, nos
casamos en una pequeña capilla de la finca que sus padres tenían en Sevilla.
Quiero a Ángela con toda mi alma y
ahora estaba compartiendo con ella, el gran dolor que significaba para mí la
pérdida de mi padre.
Fuimos hacia los coches envueltos en
un halo de tristeza porque dejábamos allí un trozo de nuestra vida. Es
increíble la sensación de soledad que se respira en un cementerio, y mi padre
ya estaría para siempre tremendamente solo, rodeado de tumbas y de flores. Él,
que tanto disfrutaba de la compañía de la gente, que era el alma de las
reuniones y que nos acompañó en todos los momentos… se quedaba allí; nosotros
tendríamos que hacer ahora un gran esfuerzo para superar el dolor de su
ausencia en la casa, sobre todo mi madre, que era quien más tendría que variar
su día a día. Tanto mi hermano como yo vivíamos ya independientes con nuestras
respectivas parejas y teníamos un trabajo que nos permitía ganarnos bien la
vida, pero ella, que no hizo otra cosa que no fuera atender a su marido y a sus
hijos, ahora tendría que enfrentarse a una triste realidad: a su alrededor no
se cerraría más la burbuja protectora con la que mi padre la protegía.
El funcionario cerró la puerta y el
sonido de un cerrojo oxidado me devolvió al presente. Ángela me tomó
cariñosamente del brazo.
—Vamos, Tomás. Tu madre
nos espera en el coche.
Las dos mujeres se sentaron en los
asientos traseros y a través del retrovisor pude observar la tristeza reflejada
en sus rostros. Durante el trayecto hasta la casa se escuchaban los suspiros; vi
que mi mujer sacó de su bolso un pañuelo, que le dio a mi madre para que
ahogara las lágrimas en él. Se me partía el corazón oyéndola hablar sobre la
forma de ser de mi padre, como si todavía existiera.
Nacido en la posguerra le vio la cara
a la necesidad y el hambre, por lo que emigró a Alemania para poder mejorar su
futuro y el de su familia. Allí permanecimos diez años, tras los cuales, más
holgados económicamente regresamos a España. No era su meta quedarse para
siempre en el extranjero, y nos lo repetía a menudo: “Quiero que regresemos a
casa. Esto solo es algo transitorio”. Y así sucedió. Compramos un piso más
cómodo cerca de la Glorieta de Quevedo donde empezamos una nueva vida, sin
lujos, pero muy lejos de la precariedad de los años anteriores.
Entre sollozos seguía recordando a
papá:
—Vuestro padre era un ser maravilloso
que no merecía haberse marchado tan pronto. Solo le quedaban tres años para
jubilarse, teníamos tantos proyectos… ¡Dios mío, no puede ser!
—Mamá, no te atormentes. Las cosas
han pasado así y ya no tienen remedio. No podemos volver atrás. Verás como poco
a poco irás superando este trance.
—Jamás me
acostumbraré a estar sin él. Vosotros habéis formado vuestra familia, pero mi
casa es la que se ha quedado vacía. Su sillón en el salón, su despacho, su
ropa, sus libros, sus objetos personales… todo me recordará que ya no está
conmigo —era algo que yo también pensaba, aunque no podía añadir más dolor al
que ya tenía, y la abracé―. Pienso si yo habría podido evitar su muerte.
—Julia, nadie puede evitar una muerte. Hiciste lo que
debías, que fue pedir auxilio.
—No lo sé hija. Quizás, si yo hubiese
sido de otra manera ahora estaría con nosotros. Perdonad, solo digo tonterías.
No acababa de entender las palabras
de mi madre, si bien lo achaqué al estado de ánimo en que se encontraba; hablaba
entre sollozos y a veces me resultaba difícil comprenderla.
—Nosotros no podremos
sustituir nunca a Enrique —la consolaba Ángela―, pero siempre nos tendrás a tu
lado para hacer más llevadera su ausencia. Sabes que tanto Tomás como yo
queremos verte feliz y que podrás contar con nosotros cada vez que lo necesites.
—Lo sé; sin embargo, tenéis que
comprender que en estos momentos me sienta muy sola. A pesar de que vosotros
estéis conmigo, mi compañero de vida era él y es normal que esta situación me
supere.
—Mamá, quédate con el pensamiento de
que habéis sido muy felices juntos, que la vida os dio la oportunidad de viajar
al extranjero para mejorar vuestra situación económica, y que pudisteis
permitiros esos caprichos por los que habíais luchado siempre. Sabemos que os
preocupaba nuestra formación, y allí la tuvimos bastante mejor que la que por
entonces se impartía en España.
—¿Sabéis? La temporada en Alemania no
fue mala. Vuestro padre logró labrarse una profesión que nos permitió vivir de
forma digna, y tu hermano y tú pudisteis estudiar allí, consiguiendo dominar
esa lengua que a mí se me resistía ―esbozó una sonrisa―, y que nunca fui capaz
de entender. ¡Qué tiempos tan felices! Dios mío, me parece mentira.
Entonces recordé algo
de lo que nos habló en algunas ocasiones, pero sin desvelarnos demasiados datos
sobre lo acontecido:
Durante su estancia en
Alemania, mi padre conoció a un compañero de trabajo de origen turco, Tarik, al
que le unió ya para siempre una gran amistad. En una ocasión los invitaron a
visitar Estambul, alojándose en la casa que sus amigos tenían en el barrio de
Fatih. Las dos familias se hallaban muy unidas, a pesar de las diferencias que
sus respectivas religiones les imponían, y nunca dejaron que eso significara un
obstáculo para su amistad, pero siempre supimos que hubo un antes y un después
en sus vidas después de aquel viaje, si bien las razones del porqué no nos las
dijeron. A nuestras preguntas solo respondían que la ciudad de Estambul les
había cautivado, que la gente era muy hospitalaria y que en un futuro
deberíamos viajar hasta allí para sentir en nuestras venas el bullicio de sus
plazas, el aroma a especias de sus calles y ver sus maravillosas puestas de sol.
Poco más nos contaron, aunque mi hermano y yo, siempre sospechamos que durante
ese viaje sucedió algo más.
—Mamá, ¿quieres que le comuniquemos a
la familia de Tarik que papá ha fallecido?
Pensé, que al igual que lo habíamos
notificado a otras personas, también se lo podríamos decir a ellos, puesto que
habían mantenido una gran amistad, pero la respuesta de mi madre me cogió
desprevenido.
—¡Ni se os ocurra! —su
voz y su gesto se volvieron duros, mas luego intentó suavizarlos, quizás
consciente de que su reacción había sido exagerada―. Quiero decir, que no hay
por qué preocuparlos ya que probablemente no volveremos a verlos nunca. Fue una
etapa de nuestra vida que pertenece al pasado.
Mientras el taxi nos conducía de
vuelta, yo seguí recordando:
La esposa de Tarik era una mujer que
debido a los prejuicios de su familia no había podido estudiar; cuando venía a
casa rara vez opinaba libremente, dejando que el marido hablara por ella, con
una sumisión que nosotros no entendíamos pero que respetábamos. No llevaba
velo, aunque se cubría la cabeza con un pañuelo. Tenían tres hijos y una hija.
Como a mi padre le ofrecieron un
contrato de trabajo en Madrid, y ya era tiempo de que nosotros empezáramos a
estudiar en la Universidad, hicimos las maletas y regresamos a España,
comenzando una nueva vida, más fácil para todos.
Los días transcurrieron con total
normalidad, como los de cualquier familia de clase media: nosotros trabajando,
mi madre en casa, y mi padre cercano ya a la jubilación, cuando una tarde en
que se hallaban dando un paseo se sintió indispuesto, cayendo derrumbado ante
mi madre que, horrorizada, presenció su muerte. Los servicios de urgencias no
pudieron hacer nada por salvar su vida ante un infarto masivo, y todo nuestro
entorno sufrió el dolor de su inesperado fallecimiento, tan injusto y tan
temprano.
Ahora, tras su
entierro, volvíamos a casa con el aturdimiento que producen las desgracias
irreversibles. ¡Pobre mamá! Siempre fue una persona muy dependiente, y ahora le
iba a costar mucho enfrentar esta nueva etapa sin la persona que la guio
siempre.
Ángela preparó unos cafés y la obligó
a tomar algo de comer porque llevaba sin probar bocado desde el día anterior. Con
paso lento y sin poder contener las lágrimas, se marchó hacia la alcoba que
hasta hace dos días había compartido con papá; la seguí con la mirada y pude
ver que buscaba algo en unos cajones. Cuando de nuevo entró en el salón se
dirigió hacia mí pidiéndome que fuera con ella al despacho de mi padre. Noté su
nerviosismo; vi que traía en sus manos una cajita decorada con piedras formando
arabescos, y dos libros.
—Papá me encargó que si él se
marchaba, yo te hiciera entrega de algo que guardaba como un tesoro. En esta
caja está la moneda que le regaló su amigo Tarik, pero nunca me explicó su
significado. Me dijo que la guardaras, ya que tiene un poder especial, y que estos libros te ayudarían a
descubrirlo. Esfuérzate en averiguarlo porque es algo muy importante,
consérvala, y por favor sigue los pasos que en alguna página te habrá dejado.
Estoy segura de que al no darme ninguna información intentó protegerme, por lo que
te pido que lleves cuidado para no cometer errores, ya que podrían costarte muy
caros.
Esa noche nosotros nos quedamos en
casa de mis padres, al igual que mi hermano Pablo y su mujer Sandra. Cuando nos
acostamos le conté a Ángela lo de la moneda, se la enseñé, y algo en ella le
atrajo tanto que me pidió que se la regalara.
—No sé si será prudente hacer eso.
—¿Por qué? —me miró con extrañeza―.
Es solo una moneda con un sol grabado. ¿De verdad crees que puede tener algún
poder? Tomás, por favor, que hoy día todas las cosas tienen explicación y eso
que me has contado me suena a una broma de tu padre; ya sabes que a veces le
gustaba inventar historias para intrigar a tu madre. Yo de ti no me
preocuparía. ¿No crees que me quedaría preciosa como colgante? Además, dentro
de un mes se cumple nuestro aniversario y me la podrías regalar.
—No te prometo nada porque tengo
muchas dudas al respecto. Primero quiero leer los libros e intentar averiguar
algo.
Los cogí, y no había nada por el
exterior ni nota alguna entre las hojas que pudiera darme una pista. Uno de
ellos trataba de la historia de Bizancio, y el título del otro era “Eyüp”. No
me quedaba más remedio que leerlos si quería saber algo, pero esta noche estaba
demasiado cansado para jugar a detectives.
Al día siguiente Ángela estuvo
ayudando a mi madre a organizar un poco la casa; mi hermano y yo nos
dedicamos a hacer trámites y gestiones,
que al morir mi padre habían quedado pendientes, y Sandra se marchó a pasar el
día con una amiga de la infancia, lo que agradecimos infinito porque era
insoportable.
Mamá nos aseguró que se encontraba
con fuerzas para sobrellevar la soledad, y que estaba decidida a afrontarla desde
el principio. Algunas veces había hablado con mi padre sobre esta posibilidad, estando
de acuerdo en que seguirían en su casa cuando alguno de ellos se quedara solo.
Por eso, Ángela y yo nos fuimos esa noche a nuestro piso a descansar.
Ha amanecido lloviendo; como no tengo
que ir al trabajo, voy a aprovechar para indagar algo sobre el tema que esta
noche me ha quitado el sueño. Empezaré a leer, o al menos lo intentaré, ya que
Ángela viene hacia mí con la bandeja del desayuno, dispuesta a recriminarme que
no la haya dejado dormir.
—Por si no teníamos bastante con las
emociones vividas estos días, ahora andas dándole vueltas a lo de la moneda sin
pegar ojo en toda la noche —tenía razón―. ¡Pero es que yo tampoco he podido
dormir ni una hora seguida! ¿Vamos a seguir así mucho tiempo? —su voz sonaba
entre enfadada y resignada.
—Lo siento, lo siento… es algo que no
puedo evitar. Me intriga “El misterio de la moneda”. Suena bien.
—Te recuerdo que me la has prometido
para nuestro aniversario —me dijo cambiando a un tono más desenfadado.
—No es exactamente así.
Si no encuentro nada que desaconseje que puedas llevarla, yo mismo te haré ese
colgante, pero hasta entonces tendrás que esperar. No quiero ponerte en
peligro.
—¡Qué tontería!
Era evidente que ella estaba muy
lejos de creer lo que mi madre nos había contado.
Pasé el día enfrascado en la historia
de esta ciudad llamada antiguamente Bizancio, fundada por unos colonos griegos
en el Cuerno de Oro. Por ella pasaron persas, atenienses y macedonios, hasta
que Constantino I El Grande la conquistó, llegando así a convertirse en capital
del Imperio Romano de Oriente, bajo el
nombre de Constantinopla…
Si mi profesor de Historia pudiera
verme, sonreiría. Ponía todo su empeño en que esta asignatura me gustara, sin
embargo, siempre se me amontonaron los nombres y las fechas. Lo que es la vida:
ahora, voluntariamente me estaba leyendo este peñazo.
… Se construyó sobre siete colinas a
semejanza de Roma; debido a su estratégica situación a caballo entre Asia y
Europa, y dominando el Estrecho del Bósforo, se convirtió en la gran urbe
europea medieval.
—¿Vienes conmigo? —Ángela estaba
arreglada, con el bolso en la mano y preparada para salir.
—¿Qué…, dices algo…?
—¿No habíamos quedado en ir a comer
con tu hermano y su mujer?
—Ni me acordaba. Me he puesto a leer este
libro y se me ha ido el santo al cielo. Enseguida me visto —aunque habría
preferido quedarme y seguir leyendo.
—Es que han venido expresamente al
entierro de tu padre y sabes que mañana ya se vuelven a Barcelona. ¡Pero si fue
idea tuya lo de salir a comer!
—Ya, ya lo sé, pero es
que mi cabeza no da para más. Han sido muchos acontecimientos juntos, que no
puedo asimilar de la noche a la mañana. ¿Y mi madre?
—Ha llamado la tía Carlota y se la
lleva a su casa a pasar el día. Toma, las llaves del coche.
—¡Vamos!
—¿Has encontrado alguna pista? —me
preguntó curiosa.
—De momento nada. Solo historia, pero
luego seguiré leyendo.
Pablo era el mayor; su carácter
hermético no ayudó demasiado a que nuestra relación fuese la normal entre
hermanos. Recuerdo, que yo prefería compartir las confidencias de adolescente
con cualquier amigo, antes que con él. Siempre metódico y perfecto, no entendía
que los buenos sentimientos eran la primera cualidad del ser humano y se
comportaba de una forma fría y distante con todos, incluso con la familia. Mis
padres se esforzaban por saber si salía con alguna chica en particular, si se
iba de juerga con los amigos, si era feliz, si tenía algún problema en la Universidad…
pero se topaban siempre con un muro. No había forma de sacarle información
alguna y se limitaba a decir que todo estaba bien, que no se preocuparan. Estudió
Ingeniería Industrial sin perder un solo año y, un día por fin, les dijo que
tenía novia: Sandra; una chica catalana que conoció en un seminario sobre
energías alternativas. Empezaron a salir y mis padres estaban deseosos de conocerla,
pero él se negó alegando que no le gustaba la idea porque pensaba que si lo
hacía, era una forma de comprometerse, cosa que por el momento no deseaba.
La vimos por primera vez en Barcelona
cuando fuimos a la boda, pudiendo comprobar que era tan aburrida, tan estirada y
tan seria como él. No así su familia, que nos pareció muy agradable, y debían
pensar en el muerto de niña que se quitaban de encima casándola. Se quedaron a
vivir en Barcelona, viniendo a Madrid en contadísimas ocasiones.
Llegamos al restaurante
y una vez más comprobé que la antipatía que sentía por mi cuñada, era algo
mutuo. Creo que estaba deseando poner tierra de por medio para no tener que pasar
estos momentos cerca de su suegra y librarse así de mostrar una pena que no
sentía. Fue una comida de compromiso en la que más de una vez me evadí de la
conversación porque mi mente estaba en otro sitio; en alguna ocasión Ángela me
tuvo que dar un pisotón para que volviera a la charla que manteníamos los
cuatro. ¿De qué estaban hablando? Creo que de la situación económica de mi
madre, pero yo seguía muy lejos de allí, dándole vueltas al libro que había
empezado a leer, intentando encontrar algo que pudiera esclarecer el maremágnum
en que se había convertido mi cabeza.
Finalmente nos despedimos
y nos fuimos a casa. Agradecí no tener que pronunciar más frases de consuelo
cuando era yo el que las necesitaba y, además, no era capaz de pensar en otra
cosa que no fueran las palabras de mi madre. Por mi mente pasaban muchas
explicaciones intentando despejar el misterio, sin embargo, la mayoría me
parecían descabelladas y fuera de toda lógica. ¿Tendría razón Ángela y sería
todo fruto de una broma de mi padre? Si fuera así, ¿qué demonios hacía yo
intentando encontrar unas supuestas claves en un libro? Por otra parte, la
actitud de mamá tampoco me convencía. ¿Qué me ocultaba?
—Debes estar tan
cansado como yo, cariño. Vamos a cenar algo y nos acostamos pronto, que
llevamos unos días bastante densos de acontecimientos —sus ojeras atestiguaban
lo que decía―. ¿Todavía sigue en pie mi regalo? —intentó que la pregunta me
cogiera por sorpresa.
—Ángela, ya te he dicho que primero
tengo que estar seguro de que no va a significar para ti ningún riesgo. ¡Ah! Y
te prometo que pensaré en la hipótesis que me has planteado —yo tampoco estaba
seguro de que al final no fuera todo una broma, a las que mi padre era tan
aficionado.
¿Y si lo fuera? ¿Y si me estuviera
devanando los sesos por nada? Mi padre no podría hacerme una cosa así… o quizás
sí…
—Anda, toma un poco de pastel que el
azúcar es buena para el cerebro. Hércules Poirot tomaba mucho dulce y fíjate la
de líos que descubrió —encima venía ella con sus ironías, pero le seguí la
guasa.
—Algún día serás famosa por ser la
mujer de un gran hombre, que descubrió algo importante en algún lugar, aunque
de momento no sabe qué ni dónde.
—Está clarísimo querido —me dijo
riendo―, pero mientras, prepara por favor un café para los dos. El mío
descafeinado.
—Yo me lo pondré con bastante
cafeína. Voy a seguir un rato con “Bizancio”.
—No tardes. Hemos dormido muy poco y
nos vendrá bien acostarnos pronto; además, mañana ya sonará a las siete tu
despertador para ir al trabajo.
—Tranquila, que solo
serán unas páginas. Buenas noches.
Cuando me lo acabé de tomar, busqué
con avidez ese libro gastado por tantas lecturas, no muy grueso y de tapas
marrones, en las que apenas se apreciaba el rostro de un hombre con un
importante bigote. Creo que me estoy obsesionando y eso no me puede conducir a
nada bueno, así que de momento solo leeré este. Necesito procesar toda la
información que tengo y quizás, cuando menos lo espere, surja ante mí la
solución a este rompecabezas. Voy a terminar el que tengo entre manos; más
adelante, ya veremos…
Lo abrí por la señal que había dejado
antes de irnos a comer y seguí con la historia de esta ciudad, que cada vez me
iba interesando más. Página tras página desfilaron ante mis ojos lugares y
personajes, hasta que al terminar la última hoja miré mi reloj:
—¡Las tres de la madrugada!
El café me había quitado el sueño por
completo y ahí estaba yo con los ojos como bombillas, sin poderlos cerrar. Me
fui a la habitación y con gran sigilo me deslicé en la cama. Tardé bastante en
dormirme, pero al cabo de un largo rato lo conseguí. Soñé, que la moneda era la
causa de un maleficio que se había apoderado de mi familia, y que yo era el llamado
a terminar con él. Iba vestido como un guerrillero otomano, parecido a los de
las fotos que había visto en el libro; me fui cargando uno a uno a todos los
habitantes de una ciudad que habían conspirado contra los Fernández, y luego me
dieron por ello el Príncipe de Asturias
de la Concordia. Lo paseé por todo Madrid subido en un autobús, mientras
la gente me aclamaba por las calles; después, nos fuimos a cenar Obama, Michelle,
Ángela y yo.
Caprichos de los sueños…