Por fin llegaba la hora de viajar, tan lejos, que a veces pensé que éramos unos insensatos, pero solo de imaginar las caritas de mis nietos y la alegría de mis hijos, se me quitaban las dudas, y la ilusión podía más que la incertidumbre.
La salida de nuestro vuelo estaba prevista para las diez menos cuarto. Llegamos a la T4, facturamos lo indecible y cogimos un trenecito que nos llevó hasta la T4S.
Contratamos el vuelo con Emirates porque sabíamos que funcionaban de maravilla y porque el viaje fue "solo" de 24 horas, con dos y media de escala en Dubai.
Nuestro primer avión fue un Boeing 777 300ER, el bimotor más grande del mundo, del que Emirates posee 85 unidades. Tiene capacidad para 368 pasajeros.
Nosotros elegimos asientos traseros, de dos butacas en lugar de tres, para ir más independientes.
La atención por parte del personal de vuelo fue en todo momento exquisita, desviviéndose por los pasajeros. La comida buenísima y muy bien presentada y todo el tiempo pasaban ofreciéndonos algo.
Lo de los horarios, la verdad es que era un lío, porque ya no sabíamos si era hora de comer o cenar. En estos vuelos tan largos, la luz se va adaptando al horario de destino. Así que se ilumina el cielo de la cabina de estrellas, se apagan las luces y las azafatas llevan una lucecita en la solapa para hacer su trabajo.
A las cuatro de la mañana, ya no sé ni de qué día, estábamos desayunando y llegamos a Dubai a las siete de la mañana hora local.
No pude hacer fotos desde el avión, pero he puesto otra.
Al aterrizar no tuvimos más que seguir los carteles "conexión" y había mucho personal del aeropuerto guiando a los pasajeros. Montamos en un trenecito y nos quedamos ya en la zona de nuestra puerta de embarque. Solo teníamos dos horas y media de escala y yo iba con un poco de miedo de que no nos diera tiempo. La terminal es enorme, pero no tuvimos problemas.
La compañía Emirates tiene su sede en Dubai, y hay una terminal exclusiva para los A380. Emirates tiene un convenio con Qantas, la línea australiana, para hacer vuelos conjuntos. En la foto, detrás, la terminal, y en primer plano azafatas de Emirates y Qantas.
Y este es el bicho, en este caso de la aerolínea del canguro, en el que íbamos a llegar a Sídney. La distribución de asientos es también tres, cuatro tres, pero una vez dentro se antoja interminable de grande. En la parte de abajo se sitúa la clase business y la turista. Y en la superior la primera clase, con asientos comodísimos que se hacen cama, independientes y con duchas,
A las nueve y media, hora de Dubai, embarcamos de nuevo, esta vez para una singladura de catorce horas, que no se nos hicieron tan largas como preveíamos. Aparte, de que el personal de vuelo parece que estaba allí para que llegáramos a Sídney con dos kilos más, la pantalla de cada asiento daba posibilidad de entretenimiento para grandes y pequeños, en todos los idiomas y todos los géneros. Otra cosa que nos encantó fue la posibilidad de ver el despegue y aterrizaje como si estuviéramos en la cabina del piloto. El avión lleva cámaras en la parte frontal, lateral e inferior, y se podía ver sin asomarse, cada sitio por el que pasábamos.
Tuvimos muchas horas de oscuridad "inducida" que aprovechamos para dormir, y cuando faltaban solo para finalizar el viaje, nos pasaron las tarjetas amarillas para rellenarlas. Después de haber visto vídeos de las aduanas australianas, cualquiera se la juega, aparte de que tampoco llevábamos otras cosas que declarar, que lo comprado en el aeropuerto de Dubai.
Un detalle: a todos los zapatos que llevábamos les lavé las suelas porque hasta por eso pueden ponerte trabas. Son bastante tiquismiquis con los peligros medioambientales.
Y por fin llegamos a Sídney.
Pasamos el control de pasaportes y entregamos las tarjetas. La policía hizo en ella un garabato, que debía ser como una señal de que nos dejaran pasar libremente.
Cogimos nuestros equipajes, y yo rezando para que no me abrieran las maletas, porque eran un puzzle y cualquiera colocaba luego las cosas.
La aduana de Sídney es una amalgama de gente, sobre todo asiáticos, intentando pasar todo tipo de comida y cosas rarísimas.
Un policía nos invitó a pasar por otro sitio cuando vio el garabato de la tarjeta y declaramos 50 cigarrillos de más que llevábamos. Comparado con lo que se veía allí les debimos parecer angelitos, y sin mirarnos absolutamente nada, nos señalaron la salida al vestíbulo.
Allí nos esperaban nuestros hijos y nuestros nietos, con una pancarta que nos habían hecho. Nos parecía mentira. Por fin estábamos con ellos y era el comienzo de quince días inolvidables.