Se nos ha llenado España de estos especímenes, que disfrutan oliendo y removiendo el vino en la copa.
Hay algunos que cuando se ponen a hablar de vinos, se transfiguran: las aletas de la nariz se les expanden, agarran el cuerpo de la copa como si agarraran un queso de tetilla y cierran los ojos para que nada les distraiga a la hora de valorar el preciado líquido, que huelen una y otra vez como perro en una esquina. Hay que verles la cara, a punto de entrar en un éxtasis enológico, mientras disfrutan de su minuto de gloria frente a los humildes mortales que no saben apreciar lo que tiene entre las manos.
Una, a lo largo de su vida, ha conocido gente que verdaderamente sabía de vinos, pero ahora, ligada a los adosados y a las barbacoas, ha surgido una generación que quieren entender de vino por encima de todo, y que da la tabarra a todo el que se le acerque en las comidas, explicándoles las excelencias del caldo en cuestión.
A esos son a los que yo les llamo enochorras. Eso sí, cuando vas a un restaurante piden "el de la casa", con lo cual se curan en salud. Yo no entiendo de vinos, ni quiero entender, porque no me gusta. Es más, soy el terror de los enochorras porque por muy caro que sea, lo mezclo con casera, lo que provoca espasmos faciales en el resto de comensales.
Hoy he comido con un nosequé tondonia. Ni idea. Con gaseosa no estaba mal.