Siempre asesorada por mi vecina Rania y por mi amiga María, fui descubriendo los sitios donde poder adquirir los productos básicos, porque otra cosa era imposible.
A partir de entonces, el capazo formó parte como complemento de mi indumentaria, y siempre, aunque mi intención no fuera comprar, lo llevaba... por si me encontraba una cola, ponerme en la fila, porque seguro que vendían algo. Eso sí, hasta que no te llegaba el turno, no sabías lo que se vendía.
Frente a mi casa, había una pequeña tienda de congelados, en la que los precios eran iguales para todo, y habría estado muy bien siempre que hubiera podido elegir lo que llevarme, porque los productos no estaban expuestos a la venta, sino en cajas, y mientras no se terminaba una caja de bacaladitos, por ejemplo, no empezaban la de sepias o la de langostas. La suerte jugaba a mi favor o en mi contra según la caja abierta.
En la carnicería, otro tanto. El cordero y la ternera, también dependía de por donde fueran cortando al animal. Era lo que había y no protestaba nadie.
También enfrente tenía una pollería, en la que los pollos se tiraban colgados en el escaparate (por supuesto sin frío), toda la mañana. Recuerdo que María vino a mi casa un día a desayunar y me dijo que iba a aprovechar para llevarse un pollo, que un día lo cogió de allí y aún estaba caliente. Me eché a reir y le dije que estaban todos ardiendo, pero del sol que les estaba dando. Del dependiente y la forma de limpiarlos, no voy a poner nada para no herir sensibilidades.
Al lado estaba la pastelería, donde vendían una pizza buenísima y donde yo compraba las clásicas baguettes francesas y también la harina, que obligatoriamente venía en sacos de cinco kilos. El dependiente, encantador, todas las mañanas me decía: "Vous êtes fraîche comme les roses du matin".
Luego había otra tienda de "ultramarinos" en la que el dueño estaba siempre tumbado en el mostrador y cuando le pedía algo me decía: "¿Usted lo ve? Pues cójalo y ya se lo cobro". No se movía el tío ni para eso.
También tenía enfrente una frutería donde pagué el pato el primer día: había dos colas y me puse en la que tenía menos gente, cuando de pronto vi a mi vecina haciéndome gestos desde el balcón y resulta que es que me había puesto en la cola de los hombres.
Los huevos eran capítulo aparte. A veces nos tirábamos dos y tres meses sin ver ni uno, y entonces cogía el coche y me iba a la carretera donde con un poco de suerte encontraría un niño con uno en la mano y que me vendería media docena a precio de oro.
Pero un día, en la frutería no había fruta y todo eran huevos. Corrí la voz entre las españolas y me encargaban huevos sin cesar, así que me pasé la mañana trasladando huevos de la frutería a casa. Más de sesenta docenas me llevé, que parecía que tenía una granja. Desde entonces sé que los huevos no son los causantes del colesterol.
En capítulo aparte contaré mis aventura con un huevero que me agencié.
Pero donde yo hacía la compra de la semana era en el Mustafá, un mercado como cualquiera de los de aquí, muy grande, en el que había todo lo necesario para comer. Tonterías ni media.
Aparcaba el coche en un solar donde un señor al que le faltaba una pierna, me lo cuidaba, y en una ocasión cuando fuí a pagar, vi que se me había olvidado la cartera y volví al coche, que me lo estaba lavando el buen hombre. Me sacó un fajo de billetes para darme lo que me hiciera falta, pero preferí coger el coche aunque estuviera todo lleno de jabón y volver a mi casa. Por el camino le compré al guarda una caja de pasteles y cuando volví todavía llevaba espuma. Imagino las caras de asombro de los conductores con los que me cruzaba.
Otra cosa curiosa, herencia francesa supongo, es que a la entrada del mercado había niños esperando para llevarte los capazos a cambio de unas monedas. Ya tenían sus clientes fijos y sabían los días que iban. Entonces hacías la compra con un niño a cada lado para ayudarte. El día del coche con el jabón, me los llevé tambié conmigo.
Mención aparte merece también el tema del aceite, que era de colza, y para las ensaladas usábamos unas latas de aceite de maíz, que se vendía en la farmacia a precios astronómicos.
Lo de los precios era tremendo y entiendo que la gente de allí comiera tantas aceitunas con pan, porque pagar por un kilo de pimientos verdes ochocientas pesetas, por un pollo seiscientas, por un kilo de manzanas setecientas y encima teniendo que quitarles todo lo malo (aunque valía un bocadito de esas manzanas por una entera con buena vista de las de aquí), no estaba al alcance de todo el mundo.
A veces desaparecían productos básicos como las patatas, por ejemplo, y tenias que recurrir a algún conocido que te llevaba de forma secreta a alguna casa donde previo pago de una cantidad muy superior al valor real, te llevabas un par de kilos.
¿Por qué desaparecían los productos de las tiendas? Era una forma de conseguir dinero extra, porque cuando venían a los supermercados estatales partidas grandes de "algo" a precios bajísimos, toda la familia incluyendo los niños, se ponían a la cola y se lo llevaban todo, con lo cual, cuando íbamos a comprar no había de nada.
Faltaban muchas cosas, pero lo esencial para vivir lo teníamos y cuando veniamos a España nos dábamos cuenta de que la sociedad de consumo en la que estábamos inmersos aquí era demencial.
Se nos desarrolló la imaginación a la hora de guisar y con la ayuda de los arcones congeladores conseguíamos comer cada día de forma variada, siendo los productos de temporada los protagonistas de nuestra cocina.