Me informé previamente de las carencias de productos que podría encontrarme allí, porque llevaba conmigo tres niñas, una de ellas de sólo tres años de edad, y quería controlar en lo posible que no echaran en falta muchas cosas en el cambio de vida que iban a tener.
Por otra parte, el peso del equipaje también podía ser un problema, puesto que nos íbamos para nueve meses como mínimo y no quería dejar nada que pudiera hacerme falta después. O sea, que compré, compré y compré y las maletas me parecieron canijas a la hora de llenarlas.
Eché suavizante del pelo, champú, que cuatro mujeres en casa con pelo largo y rizado, gastan bastante; latas, pasta dental, estropajos, compresas (no era tontería, que me habían prevenido de que las que iba a encontrar allí eran como de capas de papel malísimo, y efectivamente, pude comprobar más adelante, que era como ponerte unas cuantas hojas del ABC), colacao, todo el cerdo que pude en diversas preparaciones, y muchas cosas más , pero en cantidad.
Como en las maletas ya no me cogía más, opté por comprarme un “bolso de mano” que aquello parecía un tanque de grande, y me dispuse a llenarlo, de los productos que jamás pensé que llenaría un bolso: latas de atún, de mejillones, una ristra de cantimpalos, 2 botellas de aceite y… una lata de cinco kilos de jamón de york. Como suena.
Llegamos al aeropuerto y procuré por todos los medios que no se notara lo que pesaba el bolso en cuestión. Conseguí andar derecha, sin caerme sobre el lado, que era lo que me pedía el cuerpo, y subimos al avión.
La azafata, como me veía con serios problemas para acomodar a las niñas, intentó ayudarme cogiéndome el bolso, pero naturalmente le dije que no se preocupara, que no pesaba nada y que no necesitábamos ayuda.
Y llegamos a Argel.
Mi marido nos esperaba, y cuando fuimos al coche nos encontramos con que había ido a buscarnos con una ambulancia (es enfermero), y como sabía que veníamos sin comer, nos trajo unas baguettes llenas de chuletas de cordero, que devoramos subidas en la camilla en el trayecto, ya que no llevaba otro tipo de asientos y entre curva y curva más de una chuleta se fue al suelo.
Llegamos a nuestra casa, en la plaza de Hydra, zona residencial de Argel, y atravesamos una puerta que nos condujo a un corredor de donde partían varios portales, en uno de los cuales nos metimos, accediendo al primer piso. Olía a recién pintado y me llamó la atención el mobiliario tan antiguo y tan “alto” que había en la habitación. Pusimos un reloj digital en la mesilla de noche y en la oscuridad parecía un faro allá arriba. Yo creo que tendría lo menos metro y medio de altura. Un apartamento de dos habitaciones bastante antiguo, baño, salón y cocina, por el que la empresa pagó en 1982 la friolera de 200.000 pesetas al mes, adelantando el pago de medio año.
Abrí la ventana de la terraza para ver la calle, y entonces me di cuenta de que el piso estaba justo encima de una gasolinera, que era a su vez almacén de butano. Sitio idóneo para salir volando.
Y así es como empezó nuestra “aventura” en Argelia.