24 de marzo de 2009

Comida. Tan Tan 2


Seguimos en Tan-Tan.
Uno de los cocineros se empeñó en invitarme a comer a su casa, y con muchísimo gusto accedí.
Me contó que su padre había hecho la guerra en el bando español, y que percibía del estado una pensión por ello, así como que se había casado algunas veces (no recuerdo cuántas), y que eran catorce hermanos.
A la hora prevista, vino a recogernos y la primera sorpresa ya me la llevé cuando me comentó, que debido al rango de su padre, no podía presentarme en la casa vestida de forma occidental, así que había pensado regalarme un vestido saharahui, que compraríamos de camino.
Tan-Tan es una ciudad no muy grande, o por lo menos entonces no lo era, con una calle principal, en la que había tiendas a la calle, como si fuese un mercado.
Hago un inciso para decir que soy rubia, de ojos azules y además llevaba las pestañas de color añil, que estaban muy de moda. Vamos, que se me veía como a una mosca en un vaso de leche.
Me llevaron por varios puestos, hasta que vi un vestido que me gustó y allí mismo en la calle me lo pusieron. Me ayudó la novia del muchacho, que debió pensar que yo era lo más torpe del mundo por no poder sujetar de ninguna forma la parte que cubre la cabeza, que a ella, misterios de la física, ni se le movía.
Como ya veía yo que la calle se iba animando con la novedad, les pedí que por favor me subieran ya al coche, que me daba mucha vergüenza, y entonces me dijeron que de eso nada, que iban a agasajarme dándome unas vueltas por el pueblo. Entonces, con dos personas a cada lado, iniciamos lo que era una especie de procesión por las calles. Juro por todo lo que se pueda jurar, que soy extremadamente tímida y eché en falta que las mujeres allí no se taparan la cara, porque me habría ayudado bastante.
Me recordó a los desfiles de Semana Santa, cuando al acabar de pasar por un sitio, nos íbamos corriendo para que nos diera tiempo a verlos desde otro. En las esquinas veía siempre a la misma gente, y encima con el velo cayéndoseme sin parar, y la novia poniéndomelo con cara de resignación.
POR FIN, llegamos a la casa y salió a recibirme la señora, con un cariño y una amabilidad que me hizo sentirme como en casa.
Me presentaron a otros hermanos, incluso tuve acceso a ver la cabra, elemento muy importante en el desierto, que estaba subida arriba de una escalera de obra.
Y entonces vino la parte mágica, que era el padre. Me condujeron a una habitación separada de la casa, y me encontré ante un hombre de casi dos metros, muy delgado, vestido con capa, turbante y babuchas, que en perfecto español me contó muchas cosas, entre ellas, que por ser el día que sus padres murieron, él debía pasarlo recogido en esa habitación rezando, incluso sin comer, por lo que no nos podría acompañar, pero que toda su familia nos había esperado con ilusión, que tenían preparados para nosotros los mejores manjares que había en la casa y que seríamos objeto de una atención exquisita por parte de todos.
Nos despedimos y salimos a una habitación, donde nos sentamos en el suelo sobre unos cojines.
Pregunté por la madre y me dijeron que no podía sentarse a comer con hombres, pero que habían hecho una excepción con la nuera, para que me sintiera más acompañada.
Apareció el hijo mayor con un lavamanos, jabón y toalla, y muy ceremoniosamente nos lavamos antes de comer.
Nos sentamos alrededor de una mesita pequeña, donde nos sirvieron en una fuente, una cabra asada con huevos duros, que tenía una pinta estupenda.
Me invitaron a empezar (igual que con la miel), y vi que faltaban los cubiertos. Los pedí y me dijeron que no, que era mucho mejor comer con las manos, que se disfrutaba más, y que además, lo haríamos sin servilletas, chupándonos los dedos cuando hiciera falta, porque se aprovechaban más los jugos. Pues nada, a atacar la cabra con las manos. Perdidita me puse, Dios mío, porque al soltarse la pata, me saltó la salsa al vestido, pero se ve que eso tampoco tenía importancia. Al final le cogí el gusto al chupeteo, y lo pasé pipa, como cuando se hace algo prohibido, pero que encima no pasa nada, y daba igual que hiciera ruido, que era lo normal.
Y vino el postre… una pirámide de arroz con leche y almendras… sí, sí, con los dedos también, pero esto tenía su técnica, que naturalmente no me dio tiempo a aprender: consistía en coger con los dedos una porción del tamaño de una nuez, pasarla por la mano, como cuando hacemos albóndigas y las envolvemos sólo con una, la tiraban al aire, la recogían, y otra vez a pasarla por la mano. Tres o cuatro veces así, y se ponía ya más compacta para poderla comer.
Me dije que no era tan difícil, porque si en el colegio me enseñaron a comer la fruta y las gambas con cuchillo y tenedor, esto estaba tirado.
Cogí la porción, y al restregarla por la palma, empezaron a salirme churretes de arroz por entre los dedos, y ellos: “Chupe, chupe”. Y yo, chupaba y chupaba. ¿Qué iba a lanzar al aire si tenía una plasta pegada? Finalmente desistieron, y me lo comí a puñados, como pude, que estaba riquísimo.
Y luego, para agasajarles y demostrar que la comida me había sentado estupendamente, a eructar, que en plan permitido, tiene su morbo. Qué gozada. Y cuanto más eructaba, más contentos se ponían.
Terminamos la comida y de nuevo salió el hermano con el lavamanos.
Entonces apareció la madre con el té y fue algo que me chifló, por la ceremonia, el ambiente y lo rico que estaba.
El té saharahui se sirve en tres partes, conservando la misma cantidad de té en la tetera, pero echando cada vez azúcar y menta.
El primero es bastante fuerte: “Amargo como la vida”
El segundo está riquísimo: “Dulce como el amor”
El tercero ya con sabor muy tenue: “Suave como la muerte”
Me regalaron la bandeja, los vasitos, las cajas para el azúcar de pilón y la menta, y algo muy curioso, que es un capuchón de colores hecho de ganchillo, que cubre todo el conjunto, para que no haya moscas. Lo conservo y lo utilizo, porque sigo haciendo el té en la tetera que me regalaron y siempre me acuerdo de esta familia.
En la foto estamos la novia, su cuñado, mi marido y yo.
Una vez más, chapeau por la hospitalidad árabe.