La empresa en la que trabaja mi marido, construía allí el puerto, y por problemas de plazos de entrega de la obra, se trabajaba a todo trapo, con lo cual, los permisos para venir a España a ver a la familia, se espaciaban.
Acordamos entonces que yo iría allí a pasar diez días, con el fin de partir un poco el tiempo que íbamos a estar sin vernos, así que de nuevo invitada por la empresa, emprendí el viaje. Al fin y al cabo, ya con tres niñas y muchos quehaceres, pensé que si me iba unos días “a mesa puesta”, me iban a venir de perlas.
Tomé el avión, hice escala en Casablanca y seguí hasta Agadir. De nuevo me encontraba en una ciudad que había sido destruida por un terremoto. De aquí hasta Tan-Tan, había cuatrocientos kilómetros por carretera, así que cuando aterricé ya me estaba esperando Antonio con un taxi que me llevaría a mi destino.
Previamente al viaje, dimos unas vueltas por los sitios más bonitos, y quedé atónita al contemplar una ciudad árabe, que parecía todo menos eso. Era como Cullera o Benidorm, en época alta de turismo. Solamente al llegar al zoco, cambió la cosa y allí me encontré ya con los puestos inconfundibles de estos mercados, con los aguadores, los músicos, y gente nativa, casi ya en la misma proporción que turistas. Aproveché, cómo no, para comprar kohl, y me lo pasé en grande de sorpresa en sorpresa.
Por fin decidimos emprender el viaje. Antonio me presentó al chofer, que se llamaba Abdullah y nos acomodamos en nuestros asientos, que no llevaban cinturones de seguridad. Cuando pregunté por ellos, mi marido se reía y Abdullah más.
Arrancó el coche y en cuanto salimos a la carretera se puso el tío a toda pastilla, pero… ¡POR LA IZQUIERDA! Como me puse a gritar, y a decirle de todo, se justificaba diciendo que se adelantaba más y quería llegar al campamento antes de que se hiciera de noche. Aquello era para verlo, si no fuera porque iba casi los cuatrocientos kilómetros con los ojos cerrados, asustada perdida y acordándome todo el tiempo de la madre de Abdullah: cada vez que venía un coche directo a nosotros, como teníamos invadido su sentido, no le quedaba más remedio que tirarse a la cuneta, y más recuerdos para la madre del chofer, que debía de tener los oídos llenos de grillos.
Sin cinturón, sin mirar a la carretera, si es que aquello se podía llamar carretera, contándonos cosas muerto de risa, mirándome por el retrovisor, y yo “¡Que mires para delante, que nos vamos a matar”. Para darme un infarto por el hijo de su madre, que seguía diciendo lo que adelantaba por la izquierda, y yo pensando que lo que iba a adelantar era mi momento de abandonar el mundo. Y más recuerdos para su madre.
Por el camino vi cosas curiosas, como por ejemplo un campo de olivos, con los árboles llenos de cabras. Siempre las había visto andando, pero arriba de los árboles era la primera vez que las veía, y me pareció algo rarísimo.
Otra cosa: tuvimos que parar (qué gusto), porque pasaba una boda por la carretera, que no nos llevamos a la novia con bandeja y todo por delante, porque Alá seguramente la protegió. Iba un grupo muy numeroso de gente acompañándola y la llevaban sentada, toda tapada, encima de una bandeja grande y tuvieron que darse a las piernas para sacarla de la carretera.
Por fin llegamos al campamento y lo primero que hice fue pedir una tila, saludé al personal (unos treinta), y a la hora de la cena, me contaron que el cocinero se había despedido y que se habían quedado sin nadie que cocinase esos días. No me lo podía creer, les miraba y menos me lo creía, pero sí, lo estaban pensando y estaban esperando a ver por dónde salía yo.
No conocía nada de la forma de guisar de allí ni de los productos que empleaban, y por más pegas que ponía, más soluciones me daban. Según ellos, les vendría muy bien comer algo “español”, que hacía mucho que sólo comían guisos marroquíes.
Me dijeron que tendría a cinco personas a mi disposición y me llevaron a la cocina. Allí me encontré con una mujer y cinco hombres, esperando órdenes mías. ¡Qué situación más surrealista! La mujer me decía que no me preocupara, que si quería, ella empezaba ya a pelar cebollas.
Por ser el primer día, se les antojó cocido ¡Total, ná! Como hay tanto cerdo en Marruecos...
Cuando dije todo lo que necesitaba, hicieron la nota y se fueron por las manitas de cerdo a ¡AGADIR! ¡¡¡CUATROCIENTOS KILÓMETROS PARA COMPRAR MANITAS!!!!!Las encontraron en conserva y de estraperlo a precio de oro, y al final nos comimos el cocido, pero no se me olvidará en la vida.
Hasta que vino el nuevo cocinero, ejercí de chef (aquí un emoticón de ironía), y acabé muy amiga de mis ayudantes.
Uno de ellos, Alí, me dijo que su sueño era montar en el desierto un gimnasio sin aparatos, y yo decía: “¿En el desierto para qué? Si con lo que se suda aquí no se puede engordar, y además las mujeres tampoco pueden ir” Y me dijo que lo había pensado y que era un buen negocio, pero la pega es que no había ningún libro para comprar donde vinieran los ejercicios para hacer, así que esperaba que yo le mandara uno. Entonces, en España triunfaba Eva Nasarre (madre mía) y le mandé el libro que sacó de gimnasia.
Nunca supe si semejante negocio vio la luz, pero raro sonaba un rato.
Continuará…