7 de noviembre de 2010

De alfombras rojas y violines


Siguiendo nuestra costumbre, nos fuimos hace unos cuantos sábados a pasar el día en otra ciudad, en este caso Ávila.
Me gusta, pero a diferencia de otras ciudades, ésta me es algo pesada de recorrer: tanto convento, tanta piedra, tanta historia... para un día sólo es excesivamente denso, al menos para mí, y éso que estoy acostumbrada a no dejarme sin ver una piedrecita en todos los sitios que visito. Pero Ávila me agobia y sólo me encuentro agusto fuera de la muralla. Lo mismo es que me entra claustrofobia, ja ja ja ja ja...
Bueno, pues después de comer y meterme casi con calzador en el estómago unas patatas revolconas ( no sabía cómo eran, pero llenaban muchísimo), yo estaba para el arrastre, en tanto que mi Antonio quería seguir haciendo fotos. Nos fuimos a la basílica de San Vicente, y cuando mis piernas ya se negaban a dar un paso más, escuché en música de violines el Canon de Pachelbel. Arriba, en el órgano, un cuarteto tocaba mi pieza favorita. Me senté y escuché una tras otra todas las que ensayaron para la boda que en una hora debería de celebrarse en este templo, y allí, donde la alfombra roja estaba ya dispuesta para esperar a los novios, empecé a soñar: al compás de los violines, mis pasos se deslizaban por el inmaculado tapiz. Iba yo con un vestido largo, azul turquesa, bouquet de margaritas naranja en el antebrazo izquierdo, taconazos de diez centímetros, bien peinada y maquillada, sonriendo y saludando a las personas que me aplaudían a uno y otro lado de la nave central. Poco a poco fui llegando hasta el altar donde me esperaban una docena de personas con gesto amable, y de entre todas ella, una se adelantó y desde el atril comenzó a enumerar los méritos por los que se me concedía el premio Nobel. Cosas de los sueños, que de una cosa llevan a otra con total naturalidad.
Aquí el sueño comenzó a desvanecerse ¿Premio Nobel de qué? Fueron desfilando por mi mente las distintas categorías que se conceden, y estaba a años luz de todas ellas. ¡Qué desastre! No he hecho nada por la humanidad, ni por la ciencia, ni por la paz, ni por el deporte... ¡NADA DE NADA!
Y el sueño se rompió de golpe: allí estaba la alfombra roja y los violines seguían desgranando sus preciosas notas, pero yo estaba sentada en un banco, mochila al hombro, perdida entre todos los turistas visitantes de esta iglesia. Yo, tan anodina como cuando entré, y así de anodina me marché.