6 de septiembre de 2009
Cenicienta
Érase una vez una niña guapísima y buena que vivía con sus padres en paz y armonía, sin ocuparse de otras cosas que de cepillarse sus largos cabellos y reventarse las espinillas mientras esperaba, como todas las de su época, la llegada de un hombre (si era príncipe mucho mejor, porque les solucionaría la vida a toda la familia), que la colmara de atenciones y la luciera cual jarrón de Sèvres por los salones de las casas nobles.
Pero mira tú por dónde, que su madre, aquejada de una desgraciada enfermedad murió, y su padre se casó rapidito porque no sabía hacer nada y le hacía falta una mujer que llevara las riendas de la casa.
Una señora más mala que la peste, que se había quedado viuda con dos hijas y por tanto desvalida sin un varón a su lado que le sacara las castañas del fuego, se enteró y lo engatusó arreglando la boda en un plis plas.
Por más que Cenicienta (de la que no se sabe el nombre), protestó y quiso abrirle los ojos a su padre, éste, que estaba ya con aquello de que tiran más dos... que dos carretas, no le hizo ni caso y contrajo nupcias con la susodicha mujer.
Al principio todo iba bien, pero el papá de la niña tuvo de marcharse nunca se supo dónde porque no volvió, y se quedó nuestra bella protagonista en la casa con la cruel madrastra y sus dos hijas, que aprovechándose de la situación la explotaron tanto laboral como sentimentalmente, aunque ella en el fondo las quería, que para eso la habían educado en aquello de poner la otra mejilla, y no ganaba para disgustos.
La pobre se encargaba de las peores tareas (lo que más tarde llamarían "sus labores"), que en aquellos tiempos debian de ser muy malas, mientras sus hermanastras se dedicaban a gastar todo el dinero del padre en ropas y joyas.
Cuando se lo pulieron todo, la única solución que les quedaba era casarse con un hombre rico, y un buen día, vieron una publicidad en la puerta del dentista, que informaba de que el príncipe del reino iba a dar un baile para elegir esposa y, se les pusieron ojos de gambas, sólo de pensar en ser ellas las afortunadas: confeccionarían unos lujosos vestidos y asistirían al baile del palacio.
Y aquí tenemos a Cenicienta cosiendo semejantes ropajes con las cortinas viejas ( aquí debió inspirarse la señorita Escarla), y eso que en aquellos tiempos no existía el Burda ni se había inventado el dedal. Pero de sus manos salieron los más preciosos vestidos que imaginarse pueda, y sin tener el titulo de peluquera les hizo unos peinados espectaculares que les sobresalían medio metro por encima de la cabeza, y terminaban en abultados tirabuzones en los hombros.
Cenicienta que estaba ya hasta el moño, nunca mejor dicho, les escondió los sencillos abanicos para que sudaran como carreteros toda la noche y se les estropeara el maquillaje, aunque luego, como era buena, se los devolvió.
Y se marcharon las tres como tres árboles de Navidad camino del palacio.
Y aquí empieza lo más triste del cuento: el llanto de la niña por no poder asistir al baile.
Rebozada en cenizas andaba cuando su hada madrina se le apareció para consolarla, cosa imposible porque aunque fuera buena, no podía controlar la rabia que le atenazaba la garganta y los sollozos se escucharon en toda la comarca.
Cuando Cenicienta vio a su hada (¿Es que ya la conocía de antes?) le contó todo el pastel, pero esta arregló el asunto en un santiamén: cogió una calabaza que había por allí, cuatro ratones, y en ná de tiempo le hizo una carroza (si llega a tener un calabacín le hace una limousine), y transformó a los roedores en lacayos con sus trajes y todo.
¿Y el vestido? Puesta a pedir... Para el hada madrina no fue ningún problema porque había puesto por la mañana a cargar la varita mágica, y la tenía a pleno rendimiento, así que con un toque... ¡KLIN! La transformó en una dama y le ayudó a subir a la carroza, partiendo la niña al encuentro que cambiaría su monótona vida.
Cenicienta era buena, pero igual de tonta que sus hermanas, y allá que se fue a la subasta de jóvenes casaderas, que era lo que parecía aquel baile. ¿Era también a lo único que aspiraba? ¿A que sin conocerla de nada el príncipe pusiera sus ojos en ella y le dijera a su padre delante de todos: "Pápa, me gusta ésta, cómpramela"?
¿Esta muchacha tan buena no tenía inquietudes, no era lista, no era valiente para cambiar su vida, no tenía virtudes además de ser una sufridora nata? Nada, neurona y media.
Bueno, pues llegó al palacio y nada más entrar todos los ojos se volvieron hacia ella, y lució espléndida como un florero de porcelana. El príncipe, que quería regar el florero cuanto antes, bailó toda la noche con ella dejando de lado a las hermanastras y a las cientos de mozas que habían acudido a la tómbola a ver si les tocaba el premio.
De vez en cuando, nuestra protagonista iba al lavabo a ponerse tiritas en los pies, porque los zapatos de cristal le estaban haciendo ampollas y al príncipe parecía que le habían dado cuerda bailando, pero como era muy sufrida, aguantó.
Tan absorta estaba escuchando todas las estupideces que el apuesto príncipe le contaba, que no miró el reloj y cuando oyó dar las campanadas se marchó corriendo, no sin antes quitarse el zapato que más le molestaba, para ir más rápido antes de que los lacayos se volvieran ratones que le daban mucho asco, pero no lo consiguió, y casi sin poder andar volvió hasta su casa.
Se acostó y soñó, como no podía ser de otra manera, con el guapo joven que había conquistado su corazón. Y recordó sus profundas palabras: "Pápa, me gusta ésta, cómpramela". No era para menos.
Las hermanastras volvieron del baile echando chispas porque no habían tenido ningún éxito, sin sospechar, vive Dios, que Cenicienta era la bella y misteriosa dama del baile.
Entretanto, el príncipe, que ya se había hecho ilusiones de regar el florero, mandó buscar por todo el reino a la propietaria del zapato de cristal, para casarse con ella. Esta decisión es la prueba evidente de que le importaban un pepino los valores que pudiera tener la muchacha y que él sólo estaba a lo de la regadera. Y si la flor era bonita, olía bien y podía lucirla, pues mucho mejor.
Y todos los criados con el zapato para arriba y para abajo más de un año, sin encontrar a la propietaria, porque era un 34 y no le cabía a ninguna. Digo yo que podía haber empezado por convocar a todas las que tuvieran este número de pie ¿O no? ¿Y eso de ponerle un pie tan pequeño, qué significa, que las que gastamos el cuarenta y uno no valemos para principesas?
Bueno, sigamos. El heraldo llegó un día a la casa de Cenicienta y las hermanas intentaron meterse el zapato, pero aparte que le faltaban tres números, el cristal es un material que no da nada de sí el muy puñetero, y fue del todo imposible.
Y hete aquí (tachán...) que salió nuestra niña queriéndose probar ella el zapatito, ante las risas de su madrastra, pero ella sin hacerle caso, se sentó, metió el pie y ... consternación general.
¡¡¡¡¡¡¡¡Ohhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!!!!!!!!!!!!!!!
Enseguida llamaron al príncipe para darle la buena nueva, y éste se desplazó hasta la casa de Cenicienta con su padre, y delante de todos dijo: "Pápa me gusta ésta, cómpramela", le pidió la mano a la familia, se casaron enseguida para empezar a regar el florero, y fueron muy felices, como era habitual.
Han pasado los años, y Cenicienta reivindica:
1º.- Un nombre.
2º.- Sacarse el graduado escolar.
3º.- Que su padre vuelva del viaje.
4º.- Un criado en la casa para compartir tareas.
5º.- Que le compren un dedal.
6º.- Que el príncipe la quiera para algo más que regarle la flor.
7º.- Que la carroza no desaparezca, para no tener que volver a pie.
8º.- Que le cambien los ratones por perros que le gustan más.
9º.- Que le amplien el horario de vuelta a casa.
10º.- Que los zapatos sean de piel, que los de cristal le hacen ampollas.