Santorini pertenece al archipiélago de las Cícladas, situado en el mar Egeo, y compuesto por unas 220 islas situadas en círculo (de ahí el nombre de cícladas), alrededor de la isla sagrada de Delos, y debe su nombre a los italianos que la bautizaron como Santa Irene. Con el tiempo derivó en el nombre actual.
Tiene forma de media luna con una gran caldera central. Entre 1627 y 1628 tuvo lugar en Thera (actual Santorini) una erupción volcánica que originó una gran explosión en la que se perdió parte de la superficie de la isla, originando un tsunami que asoló el mar Egeo, lllevándose consigo la civilización minoica de Creta, que se hallaba a 112 kilómetros.
En la foto del mapa, se puede ver en el centro, la caldera del volcán.
Algunos científicos sostienen la idea de que en Santorini estaba la Atlántida y que desapareció con la erupción del volcán.
Es la más espectacular de las lislas y la segunda más visitada después de Bali. En verano pasan por ella más de un millón de turistas, y sus casas-caverna son cotizadísimas, pagándose por ellas millones de dólares.
En la novela de Julio Verne "Veinte mil leguas de viaje submarino", el Nautilus pasaba por las Cícladas, llegando a un lugar en el que aumentó bruscamente la temperatura, debido a la existencia de pequeños volcanes submarinos Se trataba de la Caldera de Santorini, y el Capitán Nemo tuvo que dar marcha atrás para salir de aquel hervidero.
Al asomarnos en la lejanía por la ventana del barco, se nos mostraba la isla como un gran acantilado nevado, pero conforme nos acercábamos podíamos ver que eran las casitas blancas las que simulaban la nieve. El paisaje era de cuento: una agua azul como nunca la había visto, rodeaba una isla de tierra roja que caía a cuchillo sobre el mar, mientras sus casitas se precipitaban al vacío en un equilibrio sobrenatural.
Esta excursión la contratamos con el barco, ya que al depender en la bajada del funicular, siempre con largas colas, no podíamos controlar el tiempo y temimos quedarnos en tierra.
A las seis y media estábamos ya desayunando y después de asignarnos unos números para desembarcar, nos dispusimos a exprimir toda la belleza que el lugar nos prometía.
El barco fondeó en la caldera y fuimos trasladados en barcazas hasta el pequeño puerto, donde nos esperaba un autobús para llevarnos hasta los pueblecitos.
La subida se puede hacer de tres maneras: en autobús, en funicular o en burro. Esta última es una forma muy divertida, siempre que se pueda aguantar el olor a caca que desprenden los animalitos, que van todo el trayecto expulsando boñigas, y te fies de ir arriba de un animal sin dueño, subiendo y bajando escaleras a esas alturas. Son 280 metros los que separan los pueblos del puertecito que hay abajo, y es más que suficiente para que se le pongan a uno los cataplines en el cuello.
En el autobús, la guía nos iba explicando las caracteísticas de la zona que íbamos a visitar y pudimos ver por el camino muchos huertos de pistachos, que es un cultivo muy apreciado por los habitandes de esta isla.
Primero nos dirigimos a Oia, llegando a la plaza principal presidida por una Iglesia dedicada a la Virgen, y allí fuimos a nuestro aire recorriendo el pueblo. Podíamos elegir empezar la visita por la izquierda o por la derecha y lo hicimos por la primera, acertando de pleno en la elección ( casi todos se fueron por la otra parte), ya que no encontramos a casi nadie en las calles, como se puede comprobar en las primeras fotos, y la conjunción de los colores, el silencio y el paraje tan espectacular, nos sumió en una espiritualidad que nos hizo fundirnos perfectamente con el entorno.
Fotos y más fotos, que todos los lugares eran dignos de retenerlos.
Luego, pasamos a la otra parte y ya había más gente y tuvimos más dificultades para movernos Era una zona más comercial, pero también llena de encanto y colorido. Yo no he conocido en mi vida unos tonos de azul tan espectaculares como los que tenían el cielo, el mar y las cúpulas de las Iglesias Ortodoxas, y que los tres tonos juntos casaran tan bien, formando con el blanco de paredes y techos un conjunto tan agradable a la vista.
Todas las casas y las iglesias tienen sus tejados abovedados para resistir los terremotos, ya que la zona es muy propicia a los movimeintos sísmicos, y esa construcción es otro regalo más para los ojos de los visitantes.
Después nos desplazamos en el mismo autobús hasta Fira, que es la capital, y aqui los colores se ampliaron más a ocres, naranjas y añiles, que mezclados convertían el paisaje en algo adictivo. Las cámaras no tenían descanso, disparo tras disparo, pero es que no se podía uno sustraer al hechizo de esos rincones únicos en el mundo.
La construcción era la misma que en Oia, aunque el gentío hacía a veces problemático el desplazarse por sus estrechas calles.
Me compré un bolso hecho con un coco, y burritos y camisetas para los niños.
¡Ah! Y me tomé un granizado de fresa en un lugar paradisíaco, donde me cobraron ocho euros, pero mereció la pena estar sentada en ese sitio, viendo los barcos (tres cruceros había fondeados) alla abajo, tan pequeños.
Mucho comercio, mucho turista, pero nada de esto desmerece un àpice la belleza del sitio.
Para bajar lo hicimos en el funicular, antes de que se formaran las tremendas colas de todos los días y paseamos por el puerto saboreando el ambiente pesquero que allí se respiraba, aunque a veces se respiraban otros efluvios procedentes de la parada de los burros.
La isla más fotogénica de todo el Mediterráneo, mereció quedarse en nuestra retina para siempre.
Según Lawrence Durrell: "La puesta del sol y la salida del sol aquí, dejan a los poetas sin trabajo".
Creo que he dejado claro que me gustó esta isla y que es mi escala favorita.
Por esta escalera accedimos a la plaza del pueblo.
Una de las muchas terrazas.