24 de enero de 2011

Cierro los ojos y estoy allí

Delante de la casa: arriba a la izquierda la puerta y la ventana, el comedor de invitados, la siguiente ventana la cocina, y la puerta de la derecha la sala de estar. Las oficinas y la ventana del cuarto de invitados, abajo. Le sigue la puerta de hierro por donde se entraba, y en rojo el garaje.

Delante de lo que fue el garaje.

Un plano de la que fue mi casa durante quince años.


Me dio mucha alegría posar delante de estas paredes.

Este fin de semana he estado en mi pueblo, y andando andando fui a parar a la casa donde viví muchos años de mi vida: "La fábrica de Caralt".
Mi padre fue nombrado Apoderado-Delegado de la empresa Hilaturas Caralt-Pérez, y abandonando nuestro modesto hogar, nos instalamos en otro que poco tenía que ver con lo que habíamos conocido hasta entonces: muchas habitaciones, portero, servicio y cantidad de gente dispuestos a hacerle favores a mi padre para que se los tuviese encuenta, cosa que tratándose de mi progenitor resultaría del todo infructuoso porque honrado a carta cabal, no se casaba con nadie.
La vivienda se encontraba en el piso superior, y las oficinas y las habitaciones de los invitados, debajo. En la parte de enfrente, la báscula, la portería, la entrada al garaje y a una sala que la recuerdo llena de papeles de todo tipo............y algún que otro ratoncillo por allí corriendo. A lo largo de la fábrica había una serie de naves enormes donde se manufacturaba el cáñamo: espadado, rastrillado, prensado....y en una de ellas las balas de esta fibra llegaban hasta los enormes techos a la espera de los camiones que deberían trasladarlas a Barcelona.
La primera portera a la que conocí fue Ana, mujer que nunca olvidaré, y que esté donde esté, ella sabe el cariño que le tuve. Por las tardes, después de traerle la comida a los perros (la guardaban en un restaurante), y una vez que éstos ya se habían saciado, nos sentábamos juntas al lado de una estufa eléctrica mientras esperábamos ver salir a los ratoncillos a comerse las sobras que los perros habían dejado.. Como yo debía de ser una niña insoportable, mi madre se enfadaba conmigo, y siempre salía Ana en mi defensa:"María, déjela usted, mujer.......si es carne creciendo..."
También estaban Doloricas y María, cual de las dos más querida por mí.
Mirando el estado ruinoso de la casa, me vinieron a la cabeza muchos recuerdos: El comedor de invitados, santa santorun de mi madre y al que no nos dejaba apenas entrar, con un mirador celosamente guardado por unas cortinas de organdí blanco, cuyos volantes mi madre llevaba a encañonar a un convento de Orihuela.
La sala de estar donde ella, cada dia echaba hacia atrás la persiana de la puerta que daba al balcón y se sentaba a hacer sus labores....................a las seis de la mañana. Cubiertas de ganchillo, bordados y costura salieron de sus manos en este lugar, desde el que por San Roque, se podía escuchar la novena en la ermita del Santo. Cuando llegaba el lechero le echaba desde aquí con una cuerda la lechera y la remontaba lentamente de nuevo hasta el balcón.
La cocina era su mayor aliciente y se empeño en pintarla de unos colores imposibles (rosa y verde), pero como a ella le gustaba, pues todos cedimos a esa pesadilla de colores. En la mesa, preparaba todos los días el almuerzo a las diez de la mañana para mi padre y mis hermanas. Siempre lo mismo: anchoas en salmuera con ajos y aceite en medio del pan. ¡Qué rico me sabía!
Lo que llamo habitación polivalente, es porque unas veces era despensa, otras dormitorio y otras comedor, según convenía. Siendo etapa de despensa, dejó aquí mi madre un perol de bacalao meneao para Nochebuena, y cuando fuimos a buscarlo no quedaba nada, porque se lo había comido todo uno de mis perros, al que previamente le había abierto yo la puerta para que cogiera algo. Se la cargó el perro y me la cargué yo.
Y por el pasillo sigue mi habitación: una vez mis hermanas se casaron, me quedé yo sola con las dos estancias. Era mi refugio, mi mundo, donde yo me sentía agusto. Muchas noches asomada a la ventana contaba las horas que daban las campanas en la torre de la iglesia y era feliz viendo las estrellas hasta el amanecer. Cada noche, ante el espejo del armario ropero, ensayaba pasos de ballet clásico, soñando con ser el día de mañana una gran bailarina. Mi cama estaba pegada a uno de los radiadores, y cuando por la mañana oía a Doloricas que llegaba, me acurrucaba junto a él porque sabía que su primera misión era echar la leña para que se pusiera en marcha la calefacción. Ese calorcito en la mañana era una delicia. Aquí, hasta los diecisite años, cada mañana me traía mi madre el chocolate a la cama. Y también aquí, cuando estaba enferma, repasaba los cancioneros de Rocío Dúrcal y Marisol.
Y seguía la habitación de mis padres, que la recuerdo enorme, a dos alturas, y donde se encontraba el teléfono, con el número 22 escrito. Cosa curiosa, tenía un lavabo con un espejo.
La que denominábamos el despacho era otra estancia, que utilizábamos como trastero y a la que no me gustaba entrar por si me encontraba algún ratón. De nefasto recuerdo, ya que un día al encontrarnos mi madre y yo desenredándola, me dijo que no podía mover el brazo y fue el comienzo del derrame cerebral que la imposibilitó de por vida.
La terraza era grande, con el tendedero, y unos lavaderos donde los lunes una señora, nos lavaba la ropa. Al lado, una pequeña cocina donde algunas veces se hacía costra de la forma tradicional, o sea, con el capuchón de hojalata y las agramizas por encima. Algo así como un sombrero de mariachi, cuyos rebordes guardaban el fuego y hacían subir el huevo en el perol.
En el descansillo de la escalera, mi Antonio y yo nos dábamos el último beso antes de entrar al hall, donde años atrás, mis hermanas se sentaban con sus novios en sillones, en lo que se llamaba "festear", que no era otra cosa que pelar la pava.
Al lado del hall una pequeña habitación donde estaba la máquina de coser de mi madre, a la que seguía un mini aseo, en el que una vez escondí un gato sarnoso, y ya siempre tuvo el mal olor de ese animal enfermo.
El baño, lo recuerdo todo blanco y con una bañera enorme.
Daba al cuarto de la plancha donde mi madre tenía sus arcones y la mesa con la tabla de planchar. En un lateral puso a lo largo de toda la pared, una barra para colgar ropa, y abajo para poner los zapatos, que llamábamos "las perchas". Era un sitio que valía para todo. Después de tener mi madre el derrame cerebra, pusimos aquí la tabla con correas donde la colocábamos para ir levantándola cada día un par de centímetros. Se mezclan los recuerdos buenos con los malos.
Y al lado, antes de salir al pasillo, otra habitación que lo mismo era comedor que dormitorio, según convenía, aunque yo la usé mucho más para comer, y donde había un armarito en el que siempre había cosas dulces.
Así era mi casa, con unas ventanas de cuadraditos de madera, que eran el terror de las limpiadoras y de mi madre por lo difíciles de limpiar.
El garaje era muy grande y con toda clase de herramientas, que naturalmente mi padre no tocaba, porque no tenía ni idea.
Y ahora una anécdota: teníamos un seiscientos, eso sí, con chofer con su gorra correspondiente. Se llamaba Antonio Cortés y era el encargado de llevarme al colegio y de trasladar a mi padre por la huerta en las gestiones de la compra del cáñamo.
Pasé aquí quince años de mi vida, pero no la veo con nostalgia. Fue una etapa que pasó, aunque los recuerdos me acompañarán siempre.
Me ha gustado volverla a recorrer.