Esta noche, con la excusa de que mis nietos tenían que ver la cabalgata de Reyes, me he vuelto a poner en primera fila para no perderme nada, y he disfrutado mucho más que ellos viendo las atracciones y las carrozas.
Me empieza a preocupar que a mi edad, todavía se me humedezcan los ojos cuando veo pasar a Melchor, Gaspar o Baltasar, y se me quede congelada esa sonrisa de felicidad que sería lógica en los niños, pero que choca en mí.
Incluso mis hijas no daban crédito a mi emoción, pero es que tuve una infancia muy feliz, en la que este día era importantísimo para mí, porque Papá Noël ni estaba ni se le esperaba, y toda mi familia se volcó siempre en que todas mis ilusiones se vieran cumplidas, hasta en los mínimos detalles: mi muñeca preciosa, que me la pedí, pero de la que no me gustaban los pendientes, y que me dejaron esa noche con otros mucho más bonitos. Todo me parecía mágico.
Mis tías se esforzaban en hacerme cada año una cestita con papeles recortados, donde ponían los dulces que me gustaban, adornados con lazos de colores y algún que otro juguete por en medio. La encargada de hacer estos primores era mi tía Antonia.
Después, yo procuré en la medida de mis posibilidades, que mis hijas no perdieran esa ilusión y lo conseguí, aunque a veces se me complicaban las cosas económicamente, y tenía que hacer juegos malabares con algunos juguetes para darles un cambiazo y que no notaran nada. He vestido muñecas de princesa, con coronitas y tirabuzones en el pelo, y he hecho todo que estaba en mi mano para que esperaran esta noche nerviosas e impacientes.
Ahora, con mis nietos, vuelvo a revivirlo todo: preparé la bandeja con los turrones y una copita de vino, para los reyes, y agua y paja para los camellos.
No me importa que se me note la emoción en los ojos. Aunque pasen los años, seguiré viéndoles con cara de niña, y se me seguirá congelando la sonrisa en los labios.
Que los Reyes de Oriente, os traigan muchos regalos, y acordaros de dejar abierta la puerta del balcón.