29 de mayo de 2009
20 de mayo de 2009
La Bella Durmiente del Bosque
Por fin la reina dio a luz a una niña de la que no sabemos el nombre, y sus papás hicieron una fiesta enorme, a la que a Dios gracias no me invitaron porque el cubierto debía de valer un huevo.
Se invitaron a siete hadas que eran nacidas en el reino y pusieron una mesa que era como el escaparate de una joyería: tenedores, cucharas, cuchillo de carne, pala de pescado, y el conjunto de postre, todo en oro y como detalle no dieron jabones, ni bombones, ni la foto de la niña ni nada de eso, sino una caja de oro macizo para guardarlos y que luego les sirviera a las hadas para meter allí sus cosas de costura o sus colecciones de llaveros.
Después de ponerse morados de comida, vinieron los regalos de las hadas:
La primera le regaló el don de ser la más bella del mundo.
La segunda, tener el alma de un ángel.
La tercera, que tuviera una gracia admirable.
La cuarta, que supiera bailar muy bien.
La quinta, que tuviera una voz preciosa y supiera cantar.
La sexta, que supiera tocar todos los instrumentos musicales.
Aquí voy a hacer un inciso: ¿A esta niña la preparaban para ser reina el día de mañana, o para entrar en Operación Triunfo? Ninguna le dio inteligencia, intuición, dignidad, facilidad para estudiar alguna carrerilla, que entonces no había selectividad…………………no, no……………..directa a la Academia de OT.
Bueno, pues ahora entra en escena el hada vieja y mala que hay en todos los cuentos, y como no la habían invitado, se pilló un rebote del quince y dijo lo que todos ya sabemos del huso. Por más que le pusieron un cubierto de oro, ella quería el detallito de la caja y ya no había más. Muy mal hecho por el que organizara la fiesta, porque qué menos que comprar algún regalito de más por si surgía algún compromiso.
Entonces el hada que quedaba por concederle el don, apareció y dijo aquello de que no moriría, sino que dormiría cien años, hasta que (se admiten apuestas), viniera un joven príncipe y con un beso la despertara.
Cuando la niña (sin nombre) cumplió quince añitos, subió a una torre y encontró a una anciana que como tenía demencia senil no se había enterado de la prohibición, hilando con un huso que la niña tocó por atolondrada (vaya, sería culpa de la niña), se pinchó y como consecuencia cayó desmayada.
Como los de primeros auxilios estaban de permiso, le echaron agua en la cara, la desabrocharon, le golpearon las manos y le frotaron las sienes con agua de Hungría, que era un agua estupenda que le traían a la reina para que no le doliera la tripa cuando tenía el periodo.
Nada de nada, allí estaba roncando como una descosida.
La pusieron sobre una cama de oro y plata y esperaron a que llegara el hada con las órdenes pertinentes, porque no sabían qué más podían hacer.
El hada, que había vuelto de hacer unas compras en Mataquín, ordenó que todos durmieran igual que la princesa, menos los reyes, que se marcharon a otro país y se murieron de viejos. Ni una vuelta le dieron a la pobre.
Pasaron cien años y un día que un príncipe paseaba por allí, vio entre la maleza la torre del castillo y preguntó a un aldeano, el cual le contó la historia de que allí dormía una princesa que sólo sería despertada por el hijo de un rey a quien ella estaba destinada.
Y el chaval dijo: “Pues ese soy yo” Y allá que se fue tan joven y tan valiente hacia la fortaleza.
Conforme se acercaba, los ronquidos eran atronadores: más de quinientas personas roncando al mismo tiempo (y luego nos quejamos porque UNO ronca a nuestro lado).
Bueno, pues la encontró toda llena de polvo, de bichos durmiendo por allí, de telarañas, y pensó en irse, pero haciendo de tripas corazón le dio un beso en la boca y entonces se despertó la niña y le dijo: “¿Eres tú el príncipe mío? Creí que no llegarías nunca” (¿Pues no estaba durmiendo?) Y cuando abrio los ojos y lo vio, se preguntó si había valido la pena esperarle durante cien años, porque era un calco del Fari. Llamó a su hada madrina y le preguntó si se lo podía cambiar por otro o dejarla soltera, que ya se buscaría ella la vida, a lo que el hada le contestó que no, que el cuento era así y que ella tenía que sentirse feliz de que un príncipe quisiera hacerse cargo de ella, porque a ver qué iba a vivir si sólo la habían preparado para O.T. y aún no se había inventado.
Se atusó los cabellos, que después de cien años sin lavárselos más que una melena tenía rastas, y el príncipe se dio cuenta de lo antigua que iba vestida pero no le dijo nada porque no se sintiera mal. Se dirigieron al comedor donde había una mesa puesta (¿Cien años?) con ricos manjares, se hincharon a comer porque tenían el estómago muy vacío, y la misma noche les casó el capellán del palacio, porque entonces la mayoría de edad de las mujeres sería a los diez años más o menos.
Y el cuento de los Hermanos Grimm termina aquí, pero Perrault sigue y sigue con sus cosas, que hay que ver lo morboso que era el hombre.
Al otro día, el príncipe se marchó a su palacio y no le dijo a sus padres que estaba casado, por lo cual aprovechaba cuando se iba de caza para ver a su mujer y así pasaron los años y tuvieron una niña a la que pusieron Aurora y un niño al que pusieron Dia (menos mal que no le pusieron Carrefour), pero la reina, mala, mala, mala………………intuyó que algo pasaba, que no es mucho intuir después de un montón de años, y preguntó a los aldeanos, quienes le contaron la historia.
La reina que era ogresa, salía todos los días al bosque a comer carne fresca y le dijo a un sirviente que le cocinara a la niña Aurora en salsa, pero al hombre le dio cosa y mató un conejo y se lo puso al ajillo diciéndole que era la princesita. Como a la reina la habían preparado de pequeña también para Operación Triunfo, no se percató de la diferencia de huesos entre un humano y un conejo y ni lo notó.
Otro día le dijo al mismo sirviente, que estaba ya hasta los cataplines de los gustos de la reina, que se quería comer a Dia, y el buen hombre mató una paloma y se la puso con salsa inesperada de primer plato. La reina, aunque le vio las alas, no dijo esta boca es mía. Debió de pensar que eran los dedos. ¿Y el pico? Lo mismo pensó la mujer que para tener esos nietos tan feos mejor se los comía.
En esas, el rey se fue a la guerra y se quedó el hijo de guardia en el palacio (y su familia en el otro).
En todo este tiempo no había tenido el príncipe tiempo de hablar con sus padres? ¿Se avergonzaba de tener una mujer tan dormilona y tan antigua? La madre sería ogresa y el padre un panoli, pero este chico estaba para darle una patada en sus partes y mandarlo a la mierda.
La reina necesitaba otra vez comida fresca y mandó al sirviente a por la princesa, pero éste cuando la vio le contó lo que pretendía hacer la madre de su marido y le llevó un ciervo ya entrado en años y despedazado, para que viera que estaba igual de dura la carne que la de la chica y no notara el engaño, pero esta vez lo notó y montó en cólera (otra vez), ordenando que se la trajera viva.
Cuando llegaron al palacio, ya estaba la olla puesta con el caldo de serpientes, escarabajos, arañas, sapos y lagartos, y cuando la reina se disponía a echar allí a la princesa, en eso llegó el príncipe, que se asombró de ver a su madre haciendo esas cosas tan feas y entonces se enteró de que era ogresa. Luchó con ella y en un descuido se cayó la reina en la olla, entre gritos por las quemaduras de tercer grado que le estaba causando el agua hirviendo.
A partir de entonces, ya sin padres que estorbaran, se trasladaron a vivir al palacio del príncipe y vivieron muy felices.
Han pasado los años, y la Bella Durmiente reivindica los siguientes regalos de las hadas
1º.- Un nombre como todo el mundo.
2º.-Que no duerman a sus padres para no sentirse sola al despertar
3º- Inteligencia, que ha salido muy cortita.
4º.- Un colchón de Lo Mónaco, que la plata y el oro son muy duros para tantos años.
5º.- Un peluquero y un estilista para cuando despierte.
6º.- Un robot de limpieza, que tiene alergia al polvo del palacio.
7º.- Que su hijo tenga otro nombre, porque da lugar a chascarrillos.
8º.-Tiritas de la nariz para no roncar, porque le da corte.
9º.- Una suegra vegetariana.
10º.-Un príncipe que no sea un panoli.
17 de mayo de 2009
Síndrome de Diógenes?
Y es que no es la primera que me lo dice, pero lo peor es que es verdad: TODO ME VALE.
Para manualidades, para disfraces, para scrap, para postales, para encuadernación, para tapices, para pintar, para los niños, para sus madres, por si acaso, cajitas de todos los tamaños por si me hacen falta, cuerdas, servilletas, envoltorios, tarros, los alambres de los juguetes, los de las bolsas de los pollos, las gomas de los espárragos, los botecitos del tinte, los botones de las camisas antes de tirarlas, los collares viejos que me dan para desguazarlos... todo, todo, todo me vale y he acumulado en unos meses, en cajones y estanterías, lo que mi madre acumuló en toda su vida y que tanto le reproché.
Incluso un amigo de una amiga que ha quitado una tienda de telas, le ha dado para mí todos los muestrarios, porque piensa que puedo darles alguna utilidad, así que he pensado invitar a algunas foreras a merendar y que se lleven las telas para hacer patchwork. Bolsas y más bolsas de telas y puntillas.
¿Tendré el síndrome de Diógenes? Empiezo a estar preocupada y por si acaso, esta tarde me he metido a fondo en la habitación y he tirado... pues todo lo que cabe en cuatro bolsas de basura, pero al entrar en la habitación no se nota nada y sigue hasta arriba de trastos.
Me he traído de Valladolid un azulejo para ponerlo en la puerta: "No arreglen ni limpien mi habitación. A mí me gusta como está"
15 de mayo de 2009
Valladolid
Universidad de Valladolid
Plaza Mayor, con el monumento a Pablo Ansúrez, repoblador de Valladolid.
Esta ferretería me volvió loca
Palacio Real. No hay que olvidar, que durante el reinado de Felipe III, la capital se trasladó a Valladolid por deseo expreso del valido del rey, el Duque de Lerma. Por eso es una ciudad con unos palacios impresionantes, donde vivían los nobles.
Plaza de San Pablo. De izquierda a derecha, el IES Zorrilla, la Iglesia de San Pablo y el Palacio de los Pimentel.
Yo, sentada a los pies de las esculturas de los reyes Juan Carlos I y Sofía, en el Patio de Reyes.
Palacio Conde de Gondomar
Palacio de Villena
Patio espectacular del palacio.
La Plaza del Coso Viejo, que fue una antigua plaza de toros.
Aquí
estoy delante del Colegio de San Gregorio, con una portada maravillosa.
En este edificio se encuentra el Museo Nacional de Escultura, aunque
está dividida la colección entre este y el Palacio de Villena.
Ya estamos en el Museo Nacional de Escultura. En la foto, el Retablo Mayor de S. Benito el Real, obra de Berruguete.
Santo Entierro, de Juan de Juni
La quinta Angustia, de Gregorio Fernández. Dimas, el buen ladrón a la derecha de Jesús, tiene una curiosidad, y es que el escultor le puso la cara del Duque de Lerma, que por aquel entonces, le debía mucho dinero.
San Juan Bautista, de Alonso Cano.
San Juan Evangelista, de Martínez Montañés.
En primer término, busto de Carlos V, realizado por Leone Leoni. Sillería de coro bajo de la Iglesia de San Benito.
Cristo Yacente, de Gregorio Fernández. Soy una admiradora de este escultor y he visto varios Cristos Yacentes suyos, todos estremecedores. Según me contaron en la clase de arte, los dientes y las uñas eran procedentes de cadáveres.
Es una obra con gran realismo
Y en esta sala se encuentra la obra que más me gusta: Magdalena Penitente, de Pedro de Mena.
Descalza y con una túnica simulando una esterilla.
También se puede admirar el Belén Napolitano, con más de 600 piezas.
Es realmente espectacular, con escenas de la vida cotidiana y otras de gran lujo.
En fin, que Valladolid merece la pena y además su gente es encantadora.
13 de mayo de 2009
Gusanos de seda
11 de mayo de 2009
La habitación de los niños
Lo incluyo en manualidades, puesto que todo está hecho a mano.
¿Lo más bonito? Por supuesto, mis niños cuando están dentro, pero aparte de ellos, la caja de la persiana que mediante un trampantojo la he convertido en un acuario.
La cenefa del estor es un estarcido de delfines.
8 de mayo de 2009
¿Dónde compro?
Siempre asesorada por mi vecina Rania y por mi amiga María, fui descubriendo los sitios donde poder adquirir los productos básicos, porque otra cosa era imposible.
A partir de entonces, el capazo formó parte como complemento de mi indumentaria, y siempre, aunque mi intención no fuera comprar, lo llevaba... por si me encontraba una cola, ponerme en la fila, porque seguro que vendían algo. Eso sí, hasta que no te llegaba el turno, no sabías lo que se vendía.
Frente a mi casa, había una pequeña tienda de congelados, en la que los precios eran iguales para todo, y habría estado muy bien siempre que hubiera podido elegir lo que llevarme, porque los productos no estaban expuestos a la venta, sino en cajas, y mientras no se terminaba una caja de bacaladitos, por ejemplo, no empezaban la de sepias o la de langostas. La suerte jugaba a mi favor o en mi contra según la caja abierta.
En la carnicería, otro tanto. El cordero y la ternera, también dependía de por donde fueran cortando al animal. Era lo que había y no protestaba nadie.
También enfrente tenía una pollería, en la que los pollos se tiraban colgados en el escaparate (por supuesto sin frío), toda la mañana. Recuerdo que María vino a mi casa un día a desayunar y me dijo que iba a aprovechar para llevarse un pollo, que un día lo cogió de allí y aún estaba caliente. Me eché a reir y le dije que estaban todos ardiendo, pero del sol que les estaba dando. Del dependiente y la forma de limpiarlos, no voy a poner nada para no herir sensibilidades.
Al lado estaba la pastelería, donde vendían una pizza buenísima y donde yo compraba las clásicas baguettes francesas y también la harina, que obligatoriamente venía en sacos de cinco kilos. El dependiente, encantador, todas las mañanas me decía: "Vous êtes fraîche comme les roses du matin".
Luego había otra tienda de "ultramarinos" en la que el dueño estaba siempre tumbado en el mostrador y cuando le pedía algo me decía: "¿Usted lo ve? Pues cójalo y ya se lo cobro". No se movía el tío ni para eso.
También tenía enfrente una frutería donde pagué el pato el primer día: había dos colas y me puse en la que tenía menos gente, cuando de pronto vi a mi vecina haciéndome gestos desde el balcón y resulta que es que me había puesto en la cola de los hombres.
Los huevos eran capítulo aparte. A veces nos tirábamos dos y tres meses sin ver ni uno, y entonces cogía el coche y me iba a la carretera donde con un poco de suerte encontraría un niño con uno en la mano y que me vendería media docena a precio de oro.
Pero un día, en la frutería no había fruta y todo eran huevos. Corrí la voz entre las españolas y me encargaban huevos sin cesar, así que me pasé la mañana trasladando huevos de la frutería a casa. Más de sesenta docenas me llevé, que parecía que tenía una granja. Desde entonces sé que los huevos no son los causantes del colesterol.
En capítulo aparte contaré mis aventura con un huevero que me agencié.
Pero donde yo hacía la compra de la semana era en el Mustafá, un mercado como cualquiera de los de aquí, muy grande, en el que había todo lo necesario para comer. Tonterías ni media.
Aparcaba el coche en un solar donde un señor al que le faltaba una pierna, me lo cuidaba, y en una ocasión cuando fuí a pagar, vi que se me había olvidado la cartera y volví al coche, que me lo estaba lavando el buen hombre. Me sacó un fajo de billetes para darme lo que me hiciera falta, pero preferí coger el coche aunque estuviera todo lleno de jabón y volver a mi casa. Por el camino le compré al guarda una caja de pasteles y cuando volví todavía llevaba espuma. Imagino las caras de asombro de los conductores con los que me cruzaba.
Otra cosa curiosa, herencia francesa supongo, es que a la entrada del mercado había niños esperando para llevarte los capazos a cambio de unas monedas. Ya tenían sus clientes fijos y sabían los días que iban. Entonces hacías la compra con un niño a cada lado para ayudarte. El día del coche con el jabón, me los llevé tambié conmigo.
Mención aparte merece también el tema del aceite, que era de colza, y para las ensaladas usábamos unas latas de aceite de maíz, que se vendía en la farmacia a precios astronómicos.
Lo de los precios era tremendo y entiendo que la gente de allí comiera tantas aceitunas con pan, porque pagar por un kilo de pimientos verdes ochocientas pesetas, por un pollo seiscientas, por un kilo de manzanas setecientas y encima teniendo que quitarles todo lo malo (aunque valía un bocadito de esas manzanas por una entera con buena vista de las de aquí), no estaba al alcance de todo el mundo.
A veces desaparecían productos básicos como las patatas, por ejemplo, y tenias que recurrir a algún conocido que te llevaba de forma secreta a alguna casa donde previo pago de una cantidad muy superior al valor real, te llevabas un par de kilos.
¿Por qué desaparecían los productos de las tiendas? Era una forma de conseguir dinero extra, porque cuando venían a los supermercados estatales partidas grandes de "algo" a precios bajísimos, toda la familia incluyendo los niños, se ponían a la cola y se lo llevaban todo, con lo cual, cuando íbamos a comprar no había de nada.
Faltaban muchas cosas, pero lo esencial para vivir lo teníamos y cuando veniamos a España nos dábamos cuenta de que la sociedad de consumo en la que estábamos inmersos aquí era demencial.
Se nos desarrolló la imaginación a la hora de guisar y con la ayuda de los arcones congeladores conseguíamos comer cada día de forma variada, siendo los productos de temporada los protagonistas de nuestra cocina.
Al otro día
La calle que discurría por debajo del balcón, se veía muy transitada y una pequeña galería de tiendas ocupaba una especie de soportales, aunque no podía distinguir bien los productos que ofrecían ya que los letreros que exhibían estaban escritos en árabe.
La parte trasera daba directamente a un vertedero, contribuyendo a las lindas vistas que se divisaban desde mi cocina. Vuelvo a repetir que la casa estaba en una zona residencial.
Aparte de leche, galletas y queso, no había nada más en la casa, por lo que me dispuse a hacer la lista de la compra, antes de ir a uno de los supermercados estatales que abundan en la capital argelina.
Mi lista era más o menos así:
Aceite de girasol
Tomate frito y natural
Coca colas
Vino
Gaseosa
Colacao
Nocilla
Huevos
Pollo
Ternera
Azúcar
Mermelada
Café
Ajos
Cebollas
Plátanos
Manzanas
Patatas
Cebollas
Pimientos
Judías verdes
Lentejas
Judías blancas
Arroz
Harina
Y muchas más cosas.
Cuando volví se me había caído ya el alma a los pies porque no encontraba de nada. El super tenía las estanterías a tope, pero de cosas repetidas y muy poca variedad.
Para coger un kilo de plátanos, tuve que guardar cola casi una hora, porque se arremolinaban familias enteras para conseguirlos.
El aceite era de colza, la coca cola no era tal, el tomate frito era concentrado, nada de colacao, ni de nocilla, ni de huevos, ni patatas, ni ajos… y me preguntaba qué comía la gente allí.
Me llamó la atención que la mayoría de los productos eran de una Sociedad Nacional (la sonaleche, el sonachocolate, la sonalejía, ), y de sólo una variedad. El yogur era yogur y punto, y así todo lo demás.
Al pasar por el corredor para entrar de nuevo en casa, me di cuenta de la cantidad de cacas de gatos que había. En mi vida había visto tantas juntas. Llegar a mi piso era un jinkana.
Fui a saludar a mi vecina, una argelina casada con un pied noir, madre de tres hijos, y me contó algo de cómo conseguir la comida. También me ayudó mucho María, una española que llevaba ya allí unos años cuando llegamos nosotros.
Ese día nos dedicamos a tener localizados algunos servicios como farmacia, correos, médico, colegio de las niñas, panaderías, carnicerías, etc.
Me quedó claro que en la ferretería se vendían los lácteos y en la bodega los cuadernos y las cosas del cole.
Sobre las ocho de la tarde cenamos, y bajamos la basura. Me quedé a cuadros: docenas de gatos se apiñaban en la puerta y apenas podíamos pasar. Los conté y había nada menos que 84 animalitos comiéndose el pan que la gente les llevaba.
Perros no había ni uno porque parece ser que a Mahoma le mordió uno, pero gatos… todos los del mundo y encima protegidos por la gente. Luego me enteré de que de vez en cuando pasaba un camión en la noche y los gaseaban. Pero en dos semanas ya eran otra vez tropecientos.
Nos acostamos temprano porque a partir de las ocho de la tarde ya no había nadie por la calle y la actividad empezaba muy pronto por la mañana.
Pues a la cama con el cabecero tan enorme, que cuando miraba para arriba parecía que tenía sobre mí la catedral de Burgos, con tanta torrecita.
Y nos quedamos en silencio… pensando… ya dormitando... y de pronto la catedral de Burgos empezó una especie de taconeo.
¡UN TERREMOTO!
Salté de la cama con el susto padre y esperamos a ver qué pasaba, pero no pasó nada más.
._No te preocupes cariño, que esto aquí es normal. Duerme tranquila. Hasta mañana.
7 de mayo de 2009
El álbum de la niña