Otra de las historias que escribí para La Taberna del Puerto. La firmé como Bosi, pero mucha gente ya sabe que somos la misma persona.
BARCOS EN LA ARENA
Al borde del espigón, sobre la arena, con sus quillas al sol del mes de Julio y a un paso del agua, unos antiguos botes de remos, como cada tarde, comentaban cual viejos en una taberna lo acontecido durante el día. Sus nombres pasados de moda, lejos de los impactantes con los que los armadores actuales bautizan sus barcos, denotaban también su antigüedad: “La Encarna”, “Antonio”, “Sarita”, “El Chiguito”…
Ellos, que de jóvenes habían colmado las ilusiones de sus dueños, se veían ahora postergados, arrumbados sin futuro como reliquias del pasado y, al igual que entrañables abuelos, se contaban las historias que les acontecieron en las quietas aguas del puerto.
Unas veces eran el transporte idóneo para dar un relajante paseo mientras se tomaba el fresco, o se iba a ver de cerca un barco atracado de los grandes; otras veces resultaban imprescindibles si en la casa había gente aficionada a la pesca; otros inmortalizaban a bordo el momento con fotos en blanco y negro, que luego mostraban a familiares y amigos. Era seguro que navegar en uno de estos pequeños botes suponía alejar el estrés, porque simplemente se paseaba por el placer de hacerlo, sin tener que llegar necesariamente a ningún destino concreto. El ruido acompasado y monótono que producían las palas de los remos al chocar con el agua, relajaba a sus ocupantes que sentían gran placer al rozarla con los dedos.
Este sábado, como todos, esperaban con preocupación la llegada de la noche porque muchos jóvenes les utilizaban para sentarse sobre ellos en sus fiestas nocturnas y eran mudos testigos de los desmanes de alcohol y drogas. Algunos no se librarían de amanecer manchados de vómitos y de orines. Los domingos, los chavales saltaban una y otra vez sobre su tablazón y con sus juegos y patadas desgastaban un poco más la envejecida madera, pero ellos, quietos y pacientes, lo aguantaban todo.
Los jóvenes y los niños a veces les molestaban porque no les trataban bien; no les respetaban. Aunque alguno cerraba los ojos indulgente, cuando en la noche una pareja de enamorados apoyándose en su través, se acariciaban y besaban. Pero sólo hasta ahí, porque cuando hacían el amor se escandalizaban y no sabían para dónde mirar, porque tanta modernidad les cogía ya un poco mayores, aunque en el fondo les envidiaban.
Así pasaban sus días esperando que el verano finalizara, y el invierno les devolviera nuevamente la tranquilidad.
Un ruido les alteró el descanso y vieron cómo acercaban al espigón, dejándolo abandonado, un bote rojo que se llamaba “Aurora”. Estaba bastante bien conservado, sobre todo comparándolo con los otros que ya casi enterrados, estaban allí.
El bote que tenía la madera más carcomida, el mayor del grupo, le dio la bienvenida y le explicó que sus antiguos dueños, cansados de ellos, se habían encaprichado de otros barcos más grandes, abandonándolos a su suerte.
El “Aurora” no daba crédito a lo que oía y pensaba que eran unos viejos mentirosos llenos de celos por el buen estado de sus maderas y de su pintura, y les aseguró que jamás podría sucederle algo semejante porque él había proporcionado momentos inolvidables a toda la familia y se sentía uno de ellos. Vio crecer a los niños que ya casi ni cabían dentro.
- Otro igual -pensaron los demás.
Entonces, de nuevo el mayor, cuya pintura azul era ya solo un recuerdo le advirtió.
- No seas iluso, amigo. Te han traído aquí a terminar tus días y nunca volverán a buscarte. Se habrán comprado otro barco nuevo, más espacioso, con camarotes para poder descansar, con una cocina para guisar si tienen hambre, con un potente motor que les permita salir del puerto con seguridad llegando rápidamente al sitio elegido o poder desplegar unas velas para avanzar aprovechando la fuerza del viento. Ahora no tendrán que usar sus brazos como les pasaba contigo. Y lo que es más importante y más triste: quizás ahora se avergüencen de ti y por eso te habrán sustituido por el otro en el que podrán invitar a sus amigos para demostrarles que su nivel de vida es ahora mayor. Sé que lo que te estoy diciendo es muy triste, pero míranos a nosotros, aquí arrinconados, viejos, decrépitos, esperando nada más que el paso del tiempo sin otro quehacer que contar las cuadernas que vamos perdiendo”.
- Viejo cascarrabias amargado -le dijo enfadado el “Aurora-, volverán a buscarme. Ya lo veréis.
- Hablas así porque aún eres joven y llevas aquí pocas horas, pero el tiempo se encargará de hacerte comprender -le contestó.
Pasaron seis meses y la lluvia y el frío azotaban los botes, al tiempo que el viento iba poco a poco desprendiendo los trozos levantados de su pintura. El “Aurora” estaba muy triste y apenas hablaba con sus compañeros, quienes acostumbrados ya a la situación vivían resignados a su suerte, mientras él seguía luchando por mantenerse en buen estado.
Una mañana aparecieron por allí dos jóvenes con intenciones no muy claras y después de cerciorarse de que nadie les veía, inspeccionaron los botes uno a uno eligiendo el de color rojo y desechando el resto. Lo subieron rápidamente a un remolque y salieron veloces del espigón. El “Aurora”estaba asustado porque no sabía cuál iba a ser su destino.
Llegaron a las afueras de la ciudad y lo introdujeron en un almacén, dejándolo allí sólo durante varias semanas.
Un día un fuerte olor a barnices le despertó y, comprobó con alegría que le estaban reparando las maderas estropeadas. Después lo pintaron de color añil con una franja blanca en la que escribieron una matrícula falsa. Eso fue lo que menos le importó. Y lo más importante, le pusieron un nombre nuevo que sonaba muy bien:”Amigo”.
Cuando estuvo restaurado completamente y la pintura seca, lo subieron al remolque y lo llevaron a la playa. Al notar el bote en su quilla el agua salada, pensó que empezaba para él una segunda vida, con unos dueños que le habían salvado de la muerte y lo que era peor, de la tristeza, y a los que debía el estar de nuevo flotando. Pensó en su suerte y se preguntó qué habría sido de los otros barcos con los que había compartido aquellos meses.
Pasado algún tiempo, una tarde oyó a sus dueños comentar una nueva ley que prohibía expresamente el abandono de los barcos en la playa, y que sus antiguos compañeros habían sido retirados de la arena y llevados a un desguace. Esa tarde las lágrimas del barco de color añil hicieron más saladas las aguas del puerto.