Al hilo de lo que una buena amiga comentó no hace mucho en facebook sobre las fotos antiguas, me vino a la memoria la sensación tan deprimente que tuve en una de mis visitas al Rastro. Me atrae lo viejo, qué le vamos a hacer, y disfruto revolviendo en los montones de objetos polvorientos por el paso del tiempo.
En esas andaba cuando me topé con un álbum de boda. Él, vestido de militar con su espada y todo, y ella con su velo sujeto por una diadema calada casi hasta las cejas, ambos con rostro felicísimo por el momento que estaban viviendo. Juro que me entraron ganas de traérmelo a casa, simplemente por la rabia que sentí al pensar que para sus familiares no tenía ningún valor, y que les importó un bledo que las personas allí retratadas fueran a parar a una tienda de cosas viejas. ¡Qué pena!
A mí, que me encanta hacer álbumes de todo tipo y tener a mano los recuerdos de los míos, me dolió en el alma lo que vi porque no me gustaría que mis cosas rodaran por ningún sitio.
Recuerdo que mi madre, cuando murió mi abuela, sacó la caja de las fotos y una a una las fue rompiendo para que no fueran a parar a manos ajenas. Entonces no lo entendí, pero cuando contemplé en la tienda ese álbum de boda por el suelo, supe que mi madre tenía razón.
Le doy mucha importancia al conocimiento de mis antepasados, y de hecho tengo un buen trabajo, o al menos a mí me lo parece, encaminado a que mis hijos, mis nietos y los que vayan viniendo, sepan cómo eran, pero con la mayoría de fotos sueltas que hay en la caja, esa que todos tenemos, haré lo que mi madre hizo, porque la historia que acompaña a cada retrato no merece ser tirada por los suelos.